Me encontraba con mi pareja, Celia, y con nuestro hijo , el pasado domingo por la mañana, en un parque infantil situado en la Alameda de Hércules de Sevilla, cobijado bajo la gran sombra que proporcionan los generosos árboles que están plantados junto al pequeño recreo repleto de juegos. Allí, en aquel remanso de inocencia, le comentaba a Celia que no comprendía por qué razón, ese sitio que debería estar a resguardo de la porquería que generamos los adultos, se encontraba repleto de colillas y algún bote de bebida. Tal muestra de desidia me indignaba hasta el punto que en lugar de disfrutar de los juegos que mi hijo compartía con otros niños, me ocupaba en retirar del lugar las colillas que los despistados fumadores dejaron en el suelo del parque la noche anterior.
La explicación es muy sencilla. La Alameda de Hércules es un agradable paseo Sevillano. Según parece es el parque público más antiguo de España, lugar donde uno puede pasear sin el estorbo de los coches, ampliamente pavimentado para que los paseantes disfruten de la vista despejada que produce la escasez de viviendas de más de tres plantas. En ambos extremos de este bulevar, se encuentran apostadas, respectivamente, dos columnas con capitel plantadas en 1574 procedentes de un templo romano y sobre éstas, colocadas, hay dos esculturas, realizadas por Diego Pesquera, de Hércules, mítico fundador de Sevilla y de Julio César, restaurador de Híspalis. Tales monumentos se complementan perfectamente con el paisaje que combina el cemento coloreado en tonos blancos y granates, con las arboledas y las simpáticas fuentes que se instalaron allí para refrescar el caluroso ambiente estival de la ciudad. Este paseo, además, cuenta con innumerables locales de ocio, la mayoría de ellos restaurantes que combinan tradición e innovación (no todos) donde se puede comer bastante bien a un precio razonable. Incluso hay una bonita y pequeña librería llamada La Extravagante, cuya entrada es un patio enrejado de aspecto decimonónico donde asiduamente, los domingos por la mañana, se leen cuentos para los niños, en cuyo interior se encuentran títulos de lo más curiosos y en donde uno puede perderse un tiempo enfrascado en interesantes lecturas sin que nadie le moleste.
Por la noche, este es el punto neurálgico de la movida sevillana. Todo el mundo se reúne en la Alameda para tomar unas copas y departir alegremente con los amigos. Muchos son los que por comodidad se toman la copa en la calle y unos cuantos lo hacen sentados en los parques de juegos infantiles, olvidando que las colillas de sus cigarrillos que negligentemente tiran al suelo, al día siguiente, por la mañana, comparten espacio con los niños que allí acuden a jugar.
Después de retirar, Celia y yo, las dichosas colillas que a nuestra vista se presentaban, o que más bien nuestro pequeño cogía con una especie de interés casi científico, hablamos sobre el tremendo reportaje que vimos la noche anterior en Informe Semanal (en realidad ya veníamos hablando de él antes de que las colillas aparecieran en nuestro mundo dominical), en el que se mostraba la inhumana situación en la que viven doce millones de somalíes en el cuerno de África. A la devastadora guerra entre rebeldes islamistas y las fuerzas gubernamentales por hacerse con el control del país, se le suma ahora la peor sequía de los últimos seis decenios, provocando el éxodo incontrolado de Somalíes en busca de un lugar donde, sencillamente, se les dé agua. Los campamentos de refugiados en Etiopía, país fronterizo con Somalia, son la única muestra gráfica de la catastrófica situación, que, a la vez, nos enseña la cruda de la realidad de esta pobre gente que ve con impotencia cómo sus niños se apagan y languidecen como las ruedas de un coche teledirigido de cualquiera de nuestros hijos cuando se le agotan las pilas, muriendo ante la incrédula mirada de sus progenitores.
Le comentaba a Celia lo paradójico que resulta que mientras Occidente se preocupa (y con razón) por la situación económico-financiera, mientras en España, los dos grandes partidos negocian una reforma de la constitución para incluir en la carta magna un techo máximo de endeudamiento y déficit público, mientras el gobierno Alemán se congratula por la decisión tomada por nuestro gobierno, como si los bancos alemanes no hubieran contribuido también a esta situación, mientras en Estados Unidos siguen haciendo equilibrios circenses para que su deuda no provoque una situación de colapso, mientras la Unión Europea, conjunto de timoratos, ahora sí con brío, manifiesta abiertamente su satisfacción por la victoria de los rebeldes en Libia (ay, el petróleo…)guardando a la vez un vergonzante silencio ante las atrocidades y los crímenes contra la humaniadad perpetrados por el sátrapa Bachar el Asad en Siria… Mientras la misma Unión Europea trabaja para aunar políticas fiscales comunes para salir de la crisis… Mientras yo me molesto por las colillas que mi hijo se pueda encontrar en el parque y otros se quejan en las terrazas porque su cerveza no está lo suficientemente fría… mientras todo eso ocurre doce millones de somalíes sufren hambruna y la previsión es que en los próximos meses la cota llegue a los quince millones.
Vergüenza debería darle a nuestros gobernantes que las ONG y otras organizaciones de ayuda humanitaria lleven avisando desde el mes de Enero de lo que se avecinaba, de la tragedia a la que íbamos a asistir, si no se ponía remedio a la situación, como espectadores de lujo desde nuestros confortables hogares con agua potable y aire acondicionado, eso sí, atemorizados por la brutal crisis que nuestro propio sistema financiero y económico creó. Y no sólo a nuestros gobernantes debería avergonzarles semejante drama, también a nosotros debería sonrojarnos ya que somos responsables, con nuestros votos, de que estén ahí.
Al menos a mí me pasa.
Y justo cuando pensaba en todo esto, sonrojado por dentro (por fuera ya lo estaba por el sol de las vacaciones) lo que parecía una simpática madre con su hijo que jugaba alegremente en el parque con los demás niños, le dice a viva voz a otra madre allí presente con su respectivo retoño, lo indignada que estaba porque a su hija de tres años no la han aceptado en el colegio más cercano a su casa para el próximo curso y sin cortarse lo más mínimo continuó con la siguiente exposición: – Yo no soy racista (esta suele ser la expresión más frecuente entre los que sí lo son) pero luego al hijo de un negro que vende periódicos en un semáforo, a ese, sí que le dan plaza en el colegio del barrio, en los Altos Colegios y en cambio a mi hija, que es española, la tengo que llevar a San Gerónimo. (gratis, claro está).
Y entonces me dio pena todo cuanto veía y me enfadé conmigo mismo porque no fui capaz de decirle a esa "señora" (a falta de un calificativo adecuado opto por llamare señora), eso sí, española, que para empezar, somos españoles o rusos o marroquís o Filipinos o canadienses sólo por un hecho casual. Nadie elige el lugar en el mundo donde nace y por ello tampoco elige el ambiente en el que va a crecer. A la "señora", eso sí, española de verdad, me gustaría haberle dicho que a lo mejor, ese hombre que vende periódicos en los semáforos, tuvo que huir de cualquiera de los conflictos armados que se extienden por África, en los
innumerables estados corruptos que por ahí tiranizan a sus súbitos, simplemente para sobrevivir y para que sus hijos a los que quiere de igual forma que ella quiere a los suyos, españoles, eso sí, tuvieran una esperanza de vida mejor de la que se les ofrece. A esta "señora- madre", eso sí, española por los cuatro costados, (faltaría más) le podría haber contado como uno de estos señores, negro, para más señas, que vende pañuelos, concretamente el que los vendía en el semáforo en la confluencia de las calles Feria y Resolana, Camerunés, intentaba abrirse camino en España, honradamente con lo que fuera, a pesar de haber sido ingeniero de caminos en su país. Y me sentí tremendamente culpable de no haberle dicho a esta "señora-madre-española de pura cepa", católica, deduzco, por el ostentoso crucifijo que llevaba colgado al cuello, que ante su Dios, todo hombre y mujer es igual, venga de donde venga, tenga el color de piel que tenga y hable el idioma que hable.
Y pienso ahora: esta locuaz madre española, ¿Tiene alguna carrera, como así tenía el vendedor de pañuelos de la calle feria?, ¿Con esos valores educará a sus hijos?
Por supuesto que el valor de las personas no se mide por las carreras que uno tiene, sino por sus valores como ser humano y a lo mejor son esos valores los que le sobran al negro que vende periódicos en el semáforo y los que le faltan a la crispada madre española (o quién sabe, quizás a mí).
Puedo llegar a entender el enfado de esta señora por quedarse sin plaza para su hijo en el colegio que desea, pero a lo mejor, debería valorar la posibilidad de que el responsable de quedarse sin tan ansiada plaza no es el “negro que vende periódicos”, sino sencillamente, es el déficit de centros públicos en su comunidad autónoma (cosa también discutible, por otro lado, puesto que su hijo tiene asegurada una educación gratuita y de calidad en cualquier caso, sólo que no en el centro que ella desea).
Si creemos que el parámetro con el que ha medirse el derecho a que nuestros hijos accedan a una educación gratuita y de calidad debe venir determinado por el azaroso hecho de la nacionalidad, y en definitiva, si empezamos a creer que tenemos más derechos que otros por el simple hecho de haber nacido "aquí”, acabaremos diciendo que somos superiores por ser de la raza que somos o porque profesamos determinadas creencias o porque tenemos tales ideas y eso es sintomático de una sociedad enferma cercana a las viejas formas de fascismo que tanto horror y tragedia provocaron en el pasado.
Me sentí mal, muy mal por no haber reprochado a esa "señora" un discurso tan falso como peligroso, pues con los tiempos que corren, la sociedad parece más susceptible de tomar ciertas actitudes de corte xenófobo, que debemos reconocer y exterminar de nuestro entorno (De hecho, en Europa ya hace tiempo que proliferan partidos de signo xenófobo y sin ir más lejos, aún colea el recuerdo de la matanza en una concentración de las Juventudes Socialdemócratas en Noruega por un joven fanático religioso).
Mordiéndome la lengua, le pedí a Celia que nos fuéramos a otro sitio. Ella, que me conoce y que intuía que yo estaba reprimiendo mi instinto, llamó al niño y continuamos nuestro paseo. Nadie me entiende mejor que ella. Entonces pensé que ese pequeño parque sucio, con bonitos columpios era el reflejo del alma de nuestra enferma sociedad. Sí, podemos ir recogiendo las colillas que nosotros mismos lanzamos al suelo y dejar en apariencia el parque bien bonito para parecer que somos lo que no somos: una sociedad que infunde a sus hijos valores de respeto y solidaridad con los demás, en especial con los más necesitados. ¿Y qué es lo que somos entonces? Justamente lo contrario.
¿Es demagógica mi postura? Habrá quien piense que sí y no le faltará razón, pues mientras escribo este post denunciando la falta de valores de la sociedad de la que formo parte y cuestiono mi propio comportamiento en particular, pienso que a las nueve juega el Barça y eso me hace olvidar cualquier problema que surja durante los noventa minutos de partido.… Y qué queréis que os diga, eso no me hace precisamente mejor ser humano ni me anima a sentirme orgulloso de lo que soy.
Algo huele a podrido en Dinamarca.