Cuando leo las noticias en los diarios digitales me gusta detenerme en los comentarios de la peña. Hoy la pregunta estrella (a cuenta del caso Nóos) era: ¿Por qué hay una monarquía? ¿Por qué tenemos que tolerar los ciudadanos de un país que haya una familia que sea más que las demás debido a no sé qué privilegios dinásticos dimanados de los oscuros tiempos prehistóricos en que se pensaba que una casta era dominante por Designio Divino? ¿Por qué, con los tiempos que corren, tenemos que tragar con ello y no decimos nada?
No es una cuestión política lo que la gente plantea, conjeturo, sino de pura lógica. No es que los republicanos asomen de las catacumbas predicando una revolución; es una cuestión de estupor colectivo.
Hoy sabemos que lo de la sucesión dinástica por designio divino es una paparrucha insostenible. Pero lo cierto es que igual que algunos heredan casas, fábricas o terrenos, los hay que heredan países enteros, por todo el morro, y lo más gracioso es que los ciudadanos de a pie tenemos que rendir pleitesía a una familia que nada ha demostrado en su vida para estar instalada en la cima del Estado. Pleitesía y servidumbre, por holgazana, torpe o hasta delincuente que esa familia pueda ser.
La alternativa sería una república, es decir: un Presidente cada cuatro años (u ocho, los que sean), con sus respectivas familias de potenciales mangantes que detentarían unos privilegios similares a los que ahora ostenta la corona; además, una vez depuesto el Presidente, devengarían para el resto de sus vidas todas las prebendas y bulas que adquirieron por consanguinidad con el máximo dignatario.
Así que estamos entre la espada y la pared.
Entretanto seguimos haciendo el borrego dando nuestro beneplácito electoral a aquellos que sabemos que nos han robado (y que, gracias a ello, viven cien mil veces mejor que nosotros) para que sigan mangoneando a su antojo, llevando las riendas del país a base de espuela en los ijares del votante sumiso que permite que lo monten para que ellos cabalguen por prados de orgía financiera.
Un profesor de equitación que tuve con motivo de una película me contradijo cuando expresé mi admiración por la inteligencia de los caballos. “Los caballos son los animales más tontos que existen – me dijo el hombre , que llevaba más de cincuenta años conviviendo con equinos-, si no, no se dejarían montar. Lo que tienen es memoria”. Apostilló.
Bien, parece que nosotros, ni eso.