Babel: El apocalipsis de las linguas francas

CRÍTICA: En el Teatro Marquina hasta 6 de enero

Estuvimos en el Teatro Marquina viendo Babel. Aprovecha, antes de que se vaya el 6 de enero.
 

Solamente lo provocativo está llamado a la grandeza. Soy consciente de los problemas que entraña semejante aserto, pero lo sostengo, porque también la testarudez es una forma de coherencia. Los problemas de los que hablo: que lo provocativo es hoy al mismo tiempo todo que nada, visto que todos los persiguen y comprobado que pocos lo alcanzan. Algo similar, y este es el segundo problema de mi frase tajante, ocurre con la grandeza, cuya más fantástica e irónica cualidad es la desaparecer cuando en todas partes se la observa. “Babel”, el texto de Andrew Bovell que Pedro Costa ha adaptado y que Tamzin Townsend está dirigiendo en el Teatro Marquina de Madrid, es una obra provocadora. Su tesis: que lo de los sentimientos como lenguaje internacional es poco más que una patraña. No me digan que no es grande.

En el cartel, con los actores Aitana Sánchez Gijón, Pilar Castro, Pedro Casablanc y Jorge Bosch, la obra se presenta a sí misma como un “thriller de amor, sexo y desengaño”. Seguramente es todo eso, y no soy yo quién para discutirle al cartelista. Pero desde luego es mucho más que eso. “Babel”, ya desde su título, es una metáfora de la ininteligibilidad de los sentimientos. No sólo de los sentimientos ajenos, que ese es tema común y trabajado por la dramaturgia, sino de los propios sentimientos. En definitiva, “Babel” es una falsación de la teoría que concibe los sentimientos como el última y el único código clave que les queda a la personas. Visto desde otro lado, es una interpretación descarnada y bastante contemporánea en lo que de cínica tiene, de la realidad como galimatías. Pero más todavía: no uno de esos galimatías que imaginamos cincelados, y fijados por tanto, en una piedra, sino un galimatías dinámico, en movimiento, en crecimiento imparable.

Podría decirse, y así se sostiene generalmente, que el eje argumental de “Babel” es la desaparición de una mujer, pero no estoy excesivamente de acuerdo con la interpretación. En consonancia con su talante contemporáneo, y en este caso contemporaneidad significa inevitable complejidad, “Babel” no tiene eje argumental. La desaparición de la mujer es un catalizador más que una lanzadera. Esto tiene mucho que ver, sigo pirueteando en el vacío, con la complejidad de los nueve personajes que componen la obra. Iba a escribir ‘que pueblan la obra’, pero me he contenido: ‘componen’ es mucho más exacto. Cada uno de ellos, desde los dos matrimonios en crisis hasta un obsesivo coleccionista de recuerdos, pasando por una mujer alérgica a la responsabilidad o un ambiguo hombre normal en circunstancias extraordinarias, carga con su propia historia y es por eso que todos tienen la profundidad, la tridimensionalidad, que los hace humanos.

Si uno ve que “Babel” cuenta con nueve personajes y con sólo cuatro actores, pronto llegará a la conclusión de que a estos últimos les toca reto. Lo que uno no puede llegar a saber si no los ve sobre el escenario es la brillantez con que los cuatro superan el trago. Aitana Sánchez Gijón da vida a dos mujeres muy diferentes entre sí que, curiosamente, le van bien a su anatomía leve y a su voz; Pilar Castro tiene, sobre todo con Marta, uno de los personajes que interpreta, momentos de enorme relieve. Pedro Casablanc tiene la virtud de acertar siempre con la textura que ha de darle a cada personaje, y en “Babel” no hace una excepción. Jorge Bosch, por su parte, domina con absoluta solvencia el complicado registro a medio camino entre lo profundo y lo banal, sin ser del todo una de las dos cosas.

Al texto sobresaliente y al soberbio trabajo actoral se suma la lúcida propuesta de una Tamzin Townsend que genera el consenso que merece: su montaje, con escenografía potentísima de Eduardo Moreno, juega en todo momento con los planos espaciales, con las luces y las veladuras, con los sonidos y con las imágenes. Es decir, que se mueve cómodamente en el terreno que es preciso pisar para ser capaz de hablar de la complejidad de los asuntos humanos y lanzar un mensaje tan contundente como duro: que ya no nos quedan linguas francas.

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