La han convertido en una protagonista de Kafka. No de "La metamorfosis", aunque sea actriz y me atienda después de transformarse sobre el escenario. Más bien de "El proceso" o "El castillo": individuos enredados en una maraña inexplicable. Celia de Molina es una de los artífices de Garaje Lumière, la sala sin fronteras que abrió sus puertas a comienzos de 2011 y que hace semanas anunció que cerraba sus puertas y echaba el telón. No ha sido la crisis, ni el IVA ni ninguna de las múltiples dolencias que arrastra el sector cultural, sino una combinación de mala suerte y murallas burocráticas. Sobre Garaje Lumière pesa una orden de cese de actividad, y todo lo demás es rabia e incertidumbre.
Falta una licencia. “El problema que nosotros tenemos con la licencia es que llevamos más de dos años gestionándola. Se nos echó para atrás porque faltaba un plano aéreo del edificio. Estuvimos meses buscándolo y al final resultó que ese plano estaba en poder de la Administración y era la única que podía acceder a él. Conseguimos acceder a él y empezamos a tramitar otra licencia. Estando tramitando todo esto, y el Ayuntamiento sabe que lo estamos haciendo y que no hay un acto de rebeldía ni de clandestinidad, nos llega una orden de cese y clausura por no tener la licencia totalmente gestionada”. En esa orden, el plazo que uno cree que tiene para gestionar el procedimiento, se convierte tristemente en los últimos días del condenado. En un atolladero.
“No existe una licencia específica para este tipo de locales”, explica Celia, “y creímos que la que más se ajustaba era la de centro cultural. Después de llegar la carta, todos los tiempos se acortan y nos movilizamos con abogados. Hablamos con una responsable del Ayuntamiento que nos dijo que la realidad va por delante de la administración. En esa reunión, nosotros queríamos saber qué teníamos que hacer para legalizar lo que nos ocurre y en qué tiempo. Y esto no lo conseguimos”. Dos años de esfuerzo y voluntad para que la sala funcionase de acuerdo a la legislación. Dos años de escrupuloso cuidado con las cuentas del local (“Lo declaramos todo”). Dos intentonas para conseguir el papel… Es algo que va mucho más allá de un “No tienen licencia, ¿qué quieren?”.
No debería ser pedirle peras al olmo que la burocracia no sea ciega y que sus responsables ofrecieran algo más que incomprensión y silencio no sólo a quien innova por encima de los rígidos esquemas administrativos, sino a quien se esfuerza por legalizar su situación. “Nosotros somos jóvenes emprendedores y lo que tenemos es lo que tenemos aquí. Lo único que queremos es que antes de cerrar un negocio, que no sea sólo un papel. Que también miren lo que se invierte, que somos cinco personas que nos vamos al paro, que son muchas compañías que aquí facturan dinero…Que vean la realidad del negocio”. Su petición no es disparatada: un técnico que visite el local y diga claramente qué falta y qué hay que hacer. “Pero nos dijeron que eso es impensable. Que el protocolo de la Administración no es éste”.
La sala Kubik ya se enfrentó a una situación parecida; ahora Garaje Lumière… Seguramente no serán los últimos. El fenómeno de las salas de este tipo ha experimentado un boom en los últimos años. Y bendito boom, porque este tipo de recintos ha dinamizado de modo notable la vida cultural de la capital y ha estructurado circuitos no convencionales en los que muchas compañías han encontrado oxígeno. Pero la amenaza de lo que en realidad no es más que un tecnicismo pende sobre ellos. “Me siento como un ratón y un tigre”, confiesa Celia. “Yo soy un ratoncito y estoy ahí, y hay un tigre que me está vapuleando. Te sientes totalmente desprotegido”. El panorama es negro, pero la esperanza no se agota: “Se pueden hacer cosas”.
“A todos se les llena la boca hablando de emprendedores, pero para mí eso no es una palabra. Yo soy un emprendedor, para mí es una realidad. Y me encuentro con que no tengo ningún peso y no me atiende quien me atiende que atender. A mí no me hacen caso”. Hacer pública la situación de la sala fue útil en dos sentidos: espiritual y práctico. La avalancha de apoyos y muestras de cariño demostró a estos jóvenes que su sala era apreciada y admirada en el circuito, que habían hecho las cosas bien. Eso reconforta. Pero, además, llamó la atención de gente con experiencia en estos casos y con más peso específico. “Hay gente potente que se ha puesto en contacto con nosotros y que nos está ayudando y nos está dando más información de la que nos estaba dando la Administración”. El problema es que todo va despacio, y el tiempo se agota.
¿Qué van a hacer ahora los responsables de Garaje? “Estamos contemplando las posibilidades que se nos están abriendo. Queremos solucionar el tema de la licencia, lo primero. No estamos dispuestos a hacer de la sala una discoteca, porque no lo es [al no haber licencia, los requisitos exigidos pueden llegar a ser los mismos que para ese tipo de locales]. Si nos hacen caso, intentaremos ajustarnos a lo que nos piden. Y si no, habrá que recurrir a convocatoria de salas, reunirnos, y hacer fuerza. Para que la frase la realidad va por delante de la Administración no sea algo con lo que lo tienen todo solucionado, y se pongan a trabajar”. Por desgracia, la esperanza de momento no es suficiente para borrar el pesimismo: “Cuando dijimos lo que pasaba, no dijimos fecha clara de cierre porque no está en nuestras manos. Pero está claro que si las cosas no cambian, habrá que cerrar. Cuando cumplamos con nuestros compromisos y no perjudiquemos a nadie, habrá que cerrar”.
A pesar de todo, me resisto a que la entrevista termine en tono pesimista. Hablo con una mujer de treinta años que, junto a sus compañeros, puso en Garaje Lumière todos los esfuerzos que se ponen cuando se intenta levantar un proyecto de vida. Lleva el caballo por el que se reconoce a la sala tatuado en el tobillo. Y si la sala desaparece, seguirá en su tobillo aunque sienta su vacío. Pero la idea es que el vacío no se produzca: quieren seguir ahí, y enfrentarse al oleaje del IVA, de la crisis, de lo que venga. Su idea, ahora que todo está en contra, es clara: “No pido una subvención, ni pido una superprotección que esta sala tendría en otros lugares de Europa; sólo pido que nos dejen vivir”.