Cómo se acaba un mundo: Crítica de “El huerto de guindos”

CRÍTICA: Marzo en La casa de la portera

Un alarde de inteligencia escénica de Raúl Tejón, que firma la versión y la dirección de este magnífico montaje.

En un momento de la espléndida “El huerto de guindos”, Andrea, interpretado por  Consuelo Trujillo, permanece quieta y desencajada, mientras la familia y los amigos bailan a su espalda. La escena es una fiesta de la desolación, pues el espectador sabe ya que bailan sobre sus propias cenizas, pero sólo puede contemplarse en toda su potencia si se atiende a ella a través de un espejo, frente a la puerta principal de la sala. Sólo en ese reflejo es perfecta la composición: Andrea demudada en primer plano, y tras ella la danza de naufragio de todos los demás. Lo que se ve en el espejo es un alarde de inteligencia escénica de Raúl Tejón, que firma la versión y la dirección de este magnífico montaje, regresado para fortuna de muchos a La Casa de la Portera. Pero lo que enseña el espejo en ese instante es también una síntesis poética del asunto de la obra: el acabamiento de un mundo. Ni más ni menos.

Lustros de aristocrática inacción han convertido el patrimonio de la familia en deudas imposibles de pagar. Lenta pero implacablemente, la estrechez se filtra por cada resquicio y aja los dorados, mengua la ración, aleja la grandeza de antaño. El huerto de guindos (jardín de los cerezos, en las traducciones más habituales) es el lugar que contiene su pasado, la última bandera de su condición, y es también el lugar que puede darles una salida. Solo (¡solo!) tienen que renunciar a él. Ése es el planteamiento fundamental de la genial obra de Chéjov, que Tejón ha transmitido a su versión con profundidad dramática y sensibilidad exquisita. La reforma de los diálogos, en los que se incluyen expresiones contemporáneas o giros ingeniosos, contribuye de un modo especial a la acción dramática: aligera la fuerte carga discursiva del texto chejoviano y al mismo tiempo, por contraste, la resalta.

Andrea y López son los dos personajes clave en el montaje. La tensión entre el aristócrata y el enriquecido, la dicotomía entre pasado y futuro… en definitiva, el forcejeo imaginado por los revolucionarios entre el mundo que muere y el que tiene que matarlo para terminar de nacer queda maravillosamente cincelado en cada intercambio de palabras, miradas o silencios entre estas dos magníficas creaciones. Ella es un alma bella, mujer amante y rota porque con el pasado que se le va, se le va también el futuro. Consuelo Trujillo, magistral, acierta en todos y cada uno de sus escapismos, de sus recuerdos y de sus quiebras. López tiene tantos complejos como posibilidades, y no sabe muy bien qué hacer ni con unos ni con otras. Carlos Fresneda, también sobresaliente, halla el tono cabal para sus conflictos y compone un personaje hondísimo y duro, todo armadura y debilidades.

En torno a Andrea y López, y como si su debate no fuese suficiente, se construye otro armazón dramático, tejido por los conflictos entre el resto de personajes: la irrealidad en la que vive Jaime (notable Germán Torres), la responsabilidad vana de Valeria (sutilísima Bárbara Santa-Cruz), la fragilidad optimista de Ania (Sabrina Praga, grácil y bellísima) y su relación con el utópico Pedro (sólido trabajo de Carles Francino), la lealtad tierna y majara de Fer (inmenso Felipe G. Vélez)… Un amasijo de rasgos y relaciones que no es más que el retrato del mundo. Tejón y su reparto tallan una joya en cuyo corazón luce, como un diamante, la lección que lanzó Chéjov al contar cómo se muere un tiempo sin alejarse para tener perspectiva, sino acercándose para ver el interior de las personas que lo habitan: El universo no se detiene, ni siquiera mientras cae.

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