Siempre he pensado, y alguna vez lo he escrito, que los grandes montajes suelen tener una escena corta o un detalle pequeño en los que se halla quintaesenciada su verdadera sustancia. Puede ser una línea de diálogo, un gesto, una luz que se enciende o que se apaga… En “Cliff (Acantilado)”, el monólogo escrito por Alberto Conejero que puede verse los domingos, los lunes y los martes en La Pensión de las Pulgas, me pareció ver ese detalle clave muy temprano. Era un juego de luces, o más bien de sombras. Una lámpara en manos de Carlos Lorenzo, el actor protagonista, y una sombra sobre la pared. Una sombra imponente y nerviosa, la figuración de Montgomery Clift corriendo hacia su ruina a casi doscientos kilómetros por hora. Clift acabó estrellándose, pero en “Cliff” no hay efecto sonoro ni aspavientos. Sólo una crisma rota y sesenta minutos para explorar sus cicatrices.
Montgomery Clift protagonizó el suicidio más largo de la historia de Hollywood. Nominado cuatro veces a los Oscar, era tan guapo y tan talentoso como cualquiera de los astros de aquella época magnífica. Homosexual, atormentado y temerario, estampó su belleza contra un poste en 1956, cuando salía de una fiesta en casa de Elizabeth Taylor. Su rostro quedó desfigurado para siempre y fue entonces cuando se acentuó su lento pasear al filo del abismo: alcohol, pastillas, crisis de identidad y esperanzas frustradas. En “Cliff”, un biopic más psicológico que factual, se viaja, y se viaja absorbido, por todas las grietas del actor: la relación problemática con la madre, el sufrimiento provocado por la ocultación de la homosexualidad, la rivalidad con otros actores como Marlon Brando y, sobre todo, el dolor de verse roto en máscara y el rencor hacia una industria que le descartó.
La letra del texto es exquisita: una escritura profunda y poética de Conejero, evocadora, muy verbal, sofisticada y castellanamente luminosa. Es verdad que no siempre accesible, pero valiosa en sí misma e idónea para replicar/describir/analizar el cóctel de huesos rotos en que se convirtieron la mente y el cuerpo de Clift. En suma, un texto premiado y magistral que hace reflexión y pare emoción en torno de una tragedia humana tan individual como llena de absolutos. Por el camino, “Cliff” se eleva también como una exploración profunda de todos los extremos, positivos y negativos, que implica el oficio de actor. La dirección, del propio Conejero junto a Alberto Velasco, no interrumpe el fulgor del texto, administra con justeza los juegos lumínicos y los cambios de sala y no abusa del elemento creativo-audiovisual, responsabilidad de Adriá Guiralt.
Carlos Lorenzo sostiene sobre sus hombros grandes la responsabilidad interpretativa del montaje y hace un trabajo, sin ambages, sobresaliente. El actor tenía que adaptarse a los pliegues psicológicos de un hombre quebrado, cosa que logra con emoción medida, con facilidad para el cambio de registro y con una cierta efusividad alucinada, o borracha. Con eso, y con un extraordinario trabajo físico. Lorenzo tenía además que romper la lámina de inverosimilitud que el muy elaborado texto establecía entre su trabajo y los espectadores. También triunfa en esa tarea, felizmente, porque así se entra de pleno en la melodía hipnótica de una autodestrucción.