Crítica de «Cervantina»

CRÍTICA: Hasta el 6 de febrero, en el Teatro de la Comedia

Ron Lalá, bajo la dirección de Yayo Cáceres, lleva al Teatro de la Comedia un montaje memorable sobre la obra de Cervantes, "Cervantina".

“Cervantina. Versiones y diversiones sobre textos de Cervantes”, de Ron Lalá.
Dirección: Yayo Cáceres. Dirección literaria: Álvaro Tato. Dirección musical: Miguel Magdalena.
Reparto: Juan Cañas, Miguel Magdalena, Álvaro Tato, Daniel Rovalher e Íñigo Echevarría.
En el Teatro de la Comedia de Madrid.

Epidemia de sed de libertad

Ron Lalá ha imaginado una epidemia inmensa, una ponzoña de inteligencia que acabe con la idiotez, una peste blanca que rompa cadenas y telebasuras, que libere las mentes y las apodere de sí mismas. A fuerza de imaginarla, la ha creado o está en disposición de hacerlo; con esa esperanza sale uno del Teatro de la Comedia después de ver “Cervantina”: con la esperanza de una sanadora pandemia que haga crecer las almas y las mentes, con el único principio activo de la palabra de Cervantes. Yayo Cáceres, y la compañía de osados que ya maravillara con “En un lugar del Quijote”, vuelve a hacerlo con este artefacto brillante, que le pone a uno dentro un impulso así como evangelizador, el deseo de transmitir la dolencia benévola a todo aquel con el que se cruce y de todas las maneras posibles. Del reino de Cervantes al que “Cervantina” nos lleva con humor y muchas lecturas, se sale tocado de la misma pasión que se adivina detrás de cada instante de un montaje memorable. Inteligente y divertidísimo.

Porque “Cervantina” es, a la manera en que se hacía en el Barroco, una ligazón de lo dispar con destino la diversión, pero también la comunicación. De historias, de valores, de realidades y ensoñaciones. “El celoso extremeño”, “El licenciado Vidriera”, “La Galatea”, “La gitanilla”, “Persiles y Segismunda”, “Rinconete y Cortadillo” o “Viaje del Parnaso” son algunas de las obras de Miguel de Cervantes que engarza el texto original, en el sentido de recién creado y en el sentido de insólito, armado por Ron Lalá. Son obras que ya deberíamos haber leído, que deberemos leer después de la función para que ésta se complete en su nada escondido propósito pedagógico. En lo que nos ponemos a ello, la compañía nos ofrece su propia lectura, tan profunda como irreverente, porque lo segundo no se entiende sin lo primero. Del astracán en que se torna “La gitanilla” a la “road-movie” que protagonizan Rinconete y Cortadillo, de la farsa descacharrante de “El viejo celoso” al manicomio que propicia “El hospital de los podridos”

Pedazos de cristal luminoso y reflectante, que Ron Lalá hermana para darle forma a un espejo en el que se refleja la España de ayer y la de pasado mañana. La de la picardía, la de la corrupción, la de la trampa y el orgullo, la de la envidia. Pero también la generosa, la ingeniosa, la vivaz y rebelde. “¿Qué he de hacer para ser mito?”, pregunta Cervantes a la Musa cruel que le va quitando pedazos de vida mientras le concede genialidades literarias, en uno de los momentos más brillantes de “Cervantina”. Y todo el montaje parece construido para explicarle al escritor, y al mismo tiempo a nosotros, las razones de su infinitud y su vigencia. Los personajes entran y salen con fluidez de la escenografía limpia creada por Carolina González, la música cambia los ambientes, perfila los personajes y vivifica las escenas en las que Juan Cañas, Miguel Magdalena, Álvaro Tato, Daniel Rovalher e Íñigo Echevarría vuelcan toda su gracia, que es mucha, y su juego. Que es absoluto.

Porque Ron Lalá, bajo la batuta de Yayo Cáceres, practica una blitzkrieg del humor, en la que todo es susceptible de convertirse en broma inteligente y juego imaginativo. Los verbos y los gestos, las rimas y los bailes, los hallazgos escénicos que convierten el Guadalquivir en una pileta que atraviesa el escenario. Hay montajes que merecen estadios y esta “Cervantina” es uno de ellos. Hay que pensar, esperanzado, que la electricidad culta e irónica con la que está poniendo en pie al público del Teatro de la Comedia le bastaría para poner en pie a una grada y hacer así más rápida la propagación de esa sed de libertad que debería estar en todos nosotros.

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