“Cocina”, de María Fernández Ache. Dirección: Will Keen
Reparto: Sonia Almarcha, Bruno Lastra, Luis Martínez-Arasa y Manolo Solo.
Teatro María Guerrero de Madrid. Centro Dramático Nacional.
Hasta el 21 de febrero.
Las metamorfosis de la culpa
En el magnífico cartel con el que se anuncia "Cocina", una cazuela de dos asas, con lo que parece leche en su interior, es también el ojo de una cerradura. La idea de Isidro Ferrer es el perfecto resumen simbólico de la obra de María Fernández Ache, una penetración inmisericorde en las estancias íntimas de un matrimonio, pero sobre todo en las de un individuo puesto bruscamente ante el verdadero significado de su libertad. Will Keen dirige en el Teatro María Guerrero un texto indagador, de amplia carga filosófica, que se desenvuelve notablemente como suspense dramático. Que se desenvuelve, o que Manolo Solo empuja, habría que decir mejor. Porque en el trabajo excelente del actor está uno de los puntales del montaje, por cómo crea la estupefacción, la culpabilidad y el cinismo de su personaje. Un hombre que aprende que la libertad significa también la posibilidad de que lo banal se convierta en transcendente (la muerte lo es), y que solo cabe entonces quedarse atrás… o progresar.
Sin que importe quién cometió la banalidad, para que lo trascendental que se deriva de ella no importe tampoco. Porque lo que parece un texto sobre la imposibilidad de controlar las consecuencias de nuestros actos, ni siquiera de los más nimios, va desplegándose como una inteligente reflexión sobre las metamorfosis de la culpa. “Cocina”, y el viaje moral que María Fernández Ache ha trazado para el personaje de Antonio, parte de una broma telefónica con dramáticas consecuencias y avanza, con rumor de tópicos rotos, sobre el metabolismo psicológico de los culpables. Sobre la ausencia de voluntad como coartada, sobre la irresponsabilidad como salvación y también, por qué no, sobre el olvido como pacto. Pero, en realidad, todo ha comenzado mucho antes, en los baúles malolientes de una pareja, en las relaciones de poder dentro de la élite de la pedantería, en la ambición y el complejo de inferioridad que corroen a este matrimonio y hacen que en su mano, el humorismo tenga rostro de venganza.
Acabo de englobar a los dos personajes, a Emma y a Antonio, en la comisión de la broma que lo desencadena todo. Si quien hace la broma es Antonio, ¿por qué he de meter a su mujer en el saco? Es, quizás, porque de la carnicería dialéctica en la que acaba convirtiéndose su conversación cotidiana, acaba quedándome la idea de que el personaje al que da vida Sonia Almarcha, con la punta justa de retorcimiento y estridencia, es una especie de Lady MacBeth que quizás solo maneja factoides y conocimiento disperso, pero que muestra una estremecedora capacidad para la adaptación y el urdimiento de una trama de apariencias que esconde lo real. Una capacidad mucho mayor que la de su marido, un hombre de estallidos en lugar de determinación, inteligente pero paralizado, razonable pero cobarde. Manolo Solo hace un trabajo magnífico, prestándole verdad a todos los contradictorios rasgos de su personaje.
Will Keen dirige una función que engrana con fluidez los múltiples planos del texto y que no suelta un momento la atención del espectador. Con toques de absurdo en algunas transiciones, nada en su puesta en escena interfiere en la lucidez del texto sino que la realza. La puesta, desde la escenografía al vestuario, tiene una pulcritud inquietante, como de quirófano, muy bien conseguida por Esmeralda Díaz. Esa cocina, que será fragua de desgracias y campo de batallas, permanece vacía durante la primera parte del montaje. Desde su butaca, el espectador escucha, con cierto remordimiento voyeurista, la conversación que los personajes mantienen en el salón contiguo. Una manera inteligente de subrayar la naturaleza penetrante de la obra, su vigor como penetración de una intimidad.