“El burlador de Sevilla”, atribuida a Tirso de Molina. Versión y dirección: Darío Facal.
Reparto: Álex García, Manuela Vellés, Emilio Gavira, Marta Nieto, Judith Diakhate, Agus Ruiz, Eduardo Velasco, Luis Hostalot, Rebeca Sala, Rafa Delgado, David Ordinas, Alejandra Onieva y Diego Toucedo.
En el Teatro Español. Hasta el 20 de noviembre.
Hipsterismo y depredación
El polvo supongo que se ha posado ya, pero hubo cierta polvareda alrededor de la versión sexual y extrema que Darío Facal ha hecho de "El burlador de Sevilla". No fue sólo, o no quiero creer que lo fue, lo inhabitual de un cartelito avisando del alto contenido erótico del montaje en las ventanillas del teatro, sino sobre todo la irreverencia contestataria aplicada al texto fundacional del gran mito de Don Juan: micrófonos, proyecciones, música de discoteca y una plétora de sensualidades es lo que ha subido Facal a las tablas centenarias del Español. El resultado es un montaje descompensado a veces pero siempre sugestivo, que convierte al protagonista y al mundo que le orbita en un paradigma inédito de hipsterismo y depredación. Este “El burlador de Sevilla” es una aleación curiosa que se distrae en su propia ansia de show, que se debilita en algunas interpretaciones, pero que brilla en lo técnico, que contiene momentos de enorme belleza y que osa contra las convenciones poseído de una agresiva libertad.
La escena con que se abre, un primer plano de Marta Nieto orgasmando al contacto del Tenorio embozado, es rabiosamente honesta. Por el trabajo de la actriz, resuelta en tristeza y desgarro en la piel de la única mujer realmente engañada por el protagonista, y porque enseña las que serán ya hasta el final las bazas primordiales de la propuesta: explicitud, ansia tajante y provocadora, utilización integrada de los magníficos audiovisuales diseñados por Iván Mena Tinoco y un ritmo mutante que introduce el orbe posmoderno y decadente del montaje sucesivamente en la celeridad de una ‘road-movie’, en la nitidez cruda de una ‘snuff’ o en las oscuridades de un ‘thriller’ sin justicia concebible. Se percibe cómodo a Facal en la edificación de su espectacularidad, pero no deja de ser una pena que ésta interfiera a ratos con la historia y la ensordezca. Es precisamente en los instantes más alejados de la grandilocuencia donde el montaje tiene sus cimas de belleza más incontestables: la rendición sexual de Tisbea y su precioso monólogo posterior, con una Manuela Vellés envuelta siempre en una dulzura como hecha de mil iras, el ‘abrazo’ a esa Doña Ana de Ulloa a la que Alejandra Onieva presta una belleza ingenua y rota, la quieta fornicación con la Aminta racial y sensualísima de Judith Diakhate.
Precisamente en la quietud y en la interpelación sin interferencia técnica (los raros momentos en los que la voz del actor no va al micrófono sino a platea), el montaje se hace más íntimo, más calorífero y más eficaz para el propósito que se adivina tras cada uno de sus latidos: ahondar sin ninguna esclavitud moral en los mecanismos de la fascinación sensual. El polo irresistible es un Don Juan de canallismo contemporáneo, que podría tener en Malasaña, yo qué sé, el imperio de su sexo tiránico y voraz. El jardín de su perfecta irresponsabilidad. Álex García aporta al personaje un atractivo innegable, pero no termina de explorar los cauces de torturante necesidad de un depredador sexual, que le habrían aproximado al Fassbender ninfomaníaco de “Shame”. Resulta así un Don Juan eficaz pero no redondo, que cautiva en la cercanía de los personajes femeninos y se empequeñece un tanto, sin embargo, cuando le rodean otros personajes masculinos. En el intercambio, sale ganando casi siempre un magnífico Agus Ruiz como Catalinón o un siempre excelente Eduardo Velasco, que interpreta a Don Gonzalo de Ulloa. En el texto de los hombres, por cierto, se aprecian más que en el de las mujeres unos giros modernos del verso que no lo potencian sino que lo torsionan innecesariamente.
Thomas Schulz, Manolo Ramírez, Ana López Cobos y Álvaro Delgado han dado al montaje, con escenografía, iluminación, vestuario y música respectivamente, una textura sublime punto por punto, en la que lo barroco se encuentra con lo moderno en el momento exacto de la pudrición, o de la decadencia. Sobre ese orbe intenta mandar el Rey postmonárquico de Emilio Gavira, que me recordó mucho al soberano cinicón que La Joven Compañía creó para su última “Fuenteovejuna”. Decadencia, ironía, cinismo, “post-”. Todos conceptos tan de nuestro tiempo. Cuando la temporada pasada vi el “Don Juan” de Blanca Portillo y Juan Mayorga, con su sanguínea falsación del mito, me convencí de haber visto una propuesta manantial y transformadora. Quizás era solo la apertura de la espita para un nuevo interés en el Don Juan. Este tiempo que vive rápido, folla más y no cree en Dios lee y explora en el clásico una necesidad propia: el fin de la impunidad.
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