“El minuto del payaso”, de José Ramón Fernández.
Dirección: Fernando Soto. Interpretación: Luis Bermejo. Producción: Teatro El Zurdo.
Teatro Español. Hasta el 11 de octubre.
El minuto que va salvando el mundo
Entras en la sala Margarita Xirgú del Teatro Español y te recibe una neblina densa, como de irrealidad, que lejos de ocultar subraya los rasgos y desperfectos del foso circense que sirve de marco a "El minuto del payaso". Luis Bermejo se encargará después de disipar esa niebla, de ocultar el foso, de hacer que todo pase a un segundo plano mientras él da vida, y qué vida plena, a un texto magnífico de José Ramón Fernández. La historia de la payasada y la historia de una vida se enlazan en un monólogo de risa y rabia, de miedo y pequeñas grandezas, de tristeza y esperanzas. Una gran pequeña historia sobre el poder salvador de la risa, un relato que palpita y emociona hasta convertirse en una de esas raras "joyas" imprescindibles en la que todos los elementos viven en la perfección.
Luis Bermejo no hace de, sino que es, un payaso enfadado. Consigo mismo, con su padre, con el mundo que cambia rápido y ha ido dejando viejas sus rutinas, ha ido arrinconando su vida y su misión de payaso, ha dejado obsoletas, casi patéticas, esas gafas trasnochadas que lleva, a través de las cuales, seguro, ha mirado varios tiempos ya sin que ninguno le haya terminado de gustar. El actor no da un segundo de respiro, ni al espectador ni a sí mismo, mientras construye una interpretación memorable, una auténtica exhibición del dominio que tiene sobre su cuerpo y sus cuerdas vocales, sobre cada una de las fibras que intervienen en la composición de un gesto siempre perfecto.
Despliegue de gran actor en la piel de Amaro Junior, payaso de estirpe célebre que espera su momento de salir al escenario, en ese territorio de irrealidad que es el foso, mientras arriba transcurre una gala de homenaje al circo. Poco después de aparecer, cuando ya es suya toda la estancia y toda la atención del público, cuando ya puede empezar a jugar con ambas cosas. Mientras arriba avanza el charivari, en la doblez del tiempo y el espacio, él cuenta cómo empezó a ser payaso aunque él quisiera domar elefantes; recuerda mucho a su padre, un poco menos a su madre, reconstruye con la sola palabra el circo en el que creció y del que apenas podía escapar salvo en un parque, rememora el amor primero y perdido, el de la niña rusa y grácil que le enseñó a decir "Lublú". Hace reír, hace recordar, hace pensar y enternece a lomos de un texto grande, cosido por la poética sencilla pero deslumbrante de las cosas pequeñas e importantes. Fernando Soto, el director, ha impreso en toda la función el vuelo preciso de la belleza y el ritmo juguetón exacto para cada giro.
A lo largo de la interpretación, van saliendo a la palestra nombres de payasos. Ficticios, como el Chino de Burgos, poseedor de una sabiduría insólita y legendaria, símbolo de la tradición oral en el texto de José Ramón Fernández; o reales, desde Charlie Rivel a Zampabollos, pasando por Miliki o Pepe Viyuela. Todos están dentro de la interpretación de Luis Bermejo y todos aparecen en un momento u otro, en este monólogo que es también un homenaje carrusel a los hacedores de sonrisas. Un charivari de honor para los payasos, contra el que Amaro Junior no protestaría con el "¡Como si ya estuviésemos muertos, ¿eh?", que profirió nada más empezar la función, porque es un homenaje real a todos esos artistas que, a pesar de su tristeza, encienden una luz en el pecho de los otros y les dan el minuto que va salvando el mundo.
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