Crítica de «La estupidez»

CRÍTICA: 17, 18, y 19 febrero en los Teatros Luchana

Ainhoa Santamaría ofrece un recital en "La estupidez", la obra de Rafael Spregelburd que Fernando Soto dirige en Naves del Español.

"La estupidez". Texto: Rafael Spregelburd. Dirección: Fernando Soto.
Reparto: Toni Acosta, Fran Perea, Javi Coll, Ainhoa Santamaría, Javier Márquez.
Producción: Feelgood Teatro

Escenas de la entropía moral

En el cementerio central de Viena hay una tumba rara por su inscripción. Sobre la lápida blanca, por encima de los nombres de los huesos ya en polvo y sobre un busto ennegrecido por las lluvias, hay una fórmula: “S = k W log”. Me podéis creer o no, pero esa ecuación habla de irreversibilidad y probabilidades, de caos y termodinámica, de cómo vamos hacia la nada a través de capítulos de energía disipada. La tumba con los signos es la del físico austríacoLudwig Boltzmann, el primero en darle forma legible a una noción matemática compleja: la entropía. No sé por qué salí pensando en eso del estreno de “La estupidez”, en las Naves del Español. O sí lo sé: el texto de Rafael Spregelburd ha trasladado a lo moral la ecuación de Boltzmann. Es decir, que nos vamos haciendo nada, humo banal, a través de capítulos de estupidez indisimulada. Fernando Soto ha dado forma a un montaje largo, estimulante, irregular y/pero magníficamente interpretado.

En “La estupidez” no hay un solo rasgo de normalidad, si vamos más allá de la textura realista que tiene el motel diseñado por Elisa Sanz con gran acierto. No la hay en la forma, pues Spregelburd ha construido su dramaturgia en la hibridación de materiales y lenguajes dispersos, unas coordenadas creativas peculiares que hacen de la parodia el marco en el que caben el misterio, la ciencia, la reflexión y, sobre todo, la crítica transversal del “sistema”. No la hay tampoco en el contenido, en ni uno solo de los veinticuatro personajes que habitan las historias entrecruzadas de la obra. La ironía, la distancia e incluso la sorna, pero casi nunca la crueldad, empapan la construcción de la pareja de estafadores artísticos, del trío de policías homosexualizados, del científico que quiere mantener su descubrimiento a resguardo de la idiotez, de la mujer separada solo físicamente de su marido, del hedonista que maltrata a su hermana discapacitada…

Son habitantes, no transeúntes, de una road-movie sin carretera y sin desplazamiento. Porque se mueven en círculos, en torno a su miseria y con sus atuendos campy (excelente trabajo de la vestuarista Arantxa Ezquerro), apercollados por el deseo longaniza de hacerse ricos, o simplemente de tener dinero. A un lado la punta de decepción porque una poética compleja como la de Spregelburd vaya a dar en una crítica tan apegada al convencionalismo anticapitalista, lo más justo es señalar que las virtudes del texto como tal (su apuesta creativa, su catálogo de personajes, la inteligencia de los diálogos) podrían ser problema escénico y no lo son en el montaje de Feelgood Teatro. Fernando Soto, el director, ha afrontado la frenética parálisis de la historia y sus personajes imponiendo al montaje una velocidad extrema que por momentos deja sin resuello la atención del espectador. Como en las grandes obras de El Bosco, la prolijidad de escenas y personajes puede saturar tanto como maravillar.

Las dos cosas hace “La estupidez”, un engranaje teatral que juega con la simultaneidad y lo aleatorio de un modo que me recordó a la “Carne viva” de la también argentina Denise Despeyroux. Un mecanismo, el del montaje, que se eleva gracias a un trabajo actoral excelente. Los cinco integrantes del reparto se multiplican en personajes, muchas veces sin apenas tiempo para cambiar de registro, y logran que ni los personajes ni las situaciones se desdibujen. Toni Acosta, Javi Coll, Fran Perea y Javier Márquez han interiorizado plenamente la comicidad de absurdo en que ha de desarrollarse la acción. Pero Ainhoa Santamaría va un paso más allá y ofrece un auténtico recital interpretativo, de lo desternillante a lo amargo, de la soledad a la histeria, impecable siempre. Es uno de sus personajes, creo, el que dice una línea mucho más clave que el dinero: “Algunas personas no son lo suficientemente inteligentes para darse cuenta de lo infelices que son”. Y siguen ciegos su camino.

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