Crítica de «Reikiavik», de Juan Mayorga

CRÍTICA: Hasta el 1 de noviembre, en el Teatro Valle-Inclán

Juan Mayorga ha escrito y dirige una obra maravillosa y fascinante, interpretada a la perfección por César Sarachu, Daniel Albadalejo y Elena Rayos.

“Reikiavik”, escrita y dirigida por Juan Mayorga.
Reparto: César Sarachu, Daniel Albadalejo, Elena Rayos.
Producción: Entrecajas Producciones Teatrales
Teatro Valle-Inclán de Madrid. Hasta el 1 de noviembre.

Fantasía, historia, vida

Tenemos citas que no esperamos, en lugares que no conocemos y a las que nunca llegaremos. Hay ‘eles’ que no trazaremos sobre la cuadrícula de nuestra ciudad; hay diagonales con las que no atravesaremos el mapa de nuestro mundo. Hay partidas del ajedrez de los días que perderemos por incomparecencia: sesenta minutos de retraso en el reloj. Pero hay en cambio otras, igualmente insólitas, que ganamos, que ganaremos. Quiero que estemos jugando ahora una de esas; que estéis aquí por mis manías o a pesar de ellas, porque confiáis en mi criterio o porque mi criterio os hace reír mucho. Que estéis aquí por lo que sea y yo os proponga un desvío, pequeño, ninguna procelosa travesía, hacia una obra esplendente. Un desvío como el del niño de “Reikiavik”, ese heredero fundamental que en el recodo de un parque se encuentra a la historia y a la fantasía, a la pasión y a la memoria, chocando como dos pedernales para dar luz a la luz. O sea, a la vida. Un recodo que os lleve a lo que a mí me pareció una obra maestra del teatro. Que os lleve a un montaje inagotable, emocionante, memorable. Y que ésa sea la victoria, mía, vuestra… y de Juan Mayorga.

Él sintió, por segunda vez en su trayectoria, la necesidad de dirigir el texto que había escrito. Quizás nadie mejor que él para entender una obra que se multiplica en planos y reflexiones, en memorias, y que tiene en cada palabra una carga esencial necesaria para el juego de teatro en el que se acaba convirtiendo. “Reikiavik” es un texto brillante, y no lo es solo por la calidad sublime que engarza sus líneas y sus sorpresas, sino también por la frondosidad gradual con la que va creciendo ante el espectador, para acabar cercándole en un redondel desde el que se contemplan muchas facetas de la condición humana. La historia de esos dos hombres, bautizados con el nombre de fracasadas batallas de Napoleón, que reconstruyen en un parque el Match del Siglo se despliega a primera vista como una aproximación teatral a la Guerra Fría, pero desde ahí va penetrando profundidades: la ubicuidad del choque entre dos sistemas, la maestría ajedrecística de Fischer y Spassky, su libertad y su esclavitud, la personalidad de cada uno y sus manías, sus derrotas y sus victorias… La hermandad apasionada de dos desconocidos que dan vida y viven, una y otra vez, en aquella partida de ajedrez del año 1972. La perfecta ingenuidad fascinada del niño que habrá de continuar el juego.

Lo interpreta, con milimétrica exactitud, una Elena Rayos que es mucho más que un “secundario” de César Sarachu y Daniel Albaladejo. ¿Dónde tendrá continuidad el juego de vida de Bailén y Waterloo? ¿Por qué esta última partida ha sido la más intensa jugada nunca por los dos hombres? Porque su pasión y su enseñanza sobre la fantasía como elemento indispensable no alcanza sentido completo hasta que no está ante los ojos de ese niño magníficamente compuesto por la actriz. Me pareció que tanto ella como Sarachu y Albaladejo se habían adentrado sin reservas en el mapa de historia, vida y teatro que Juan Mayorga sirve en “Reikiavik”. El primero en el papel de Bobby Fischer y el segundo en el de Boris Spassky hacen un trabajo (mucho más que un trabajo) rotundo y fascinante. Se multiplican en personajes principales y secundarios, activan todos los resortes de una época, llenan de vida cada pulsión de cada personaje importante, honran todas y cada una de las mil sutilidades del texto. Sobre todo crean, no frente al espectador sino en el espectador, los castillos de un tiempo y los matices de la personalidad de cuatro hombres.

La puesta en escena concebida por Mayorga es una demostración de lo que ha de ser ese “silencio de ajedrez” del que hablan los personajes en un momento de la obra. Un extraordinario alarde de energía, una inquebrantable concentración en lo fundamental en medio de un espacio escénico prácticamente desnudo, pero magistralmente vestido por Alejandro Andújar y Juan Gómez Cornejo. En torno a la mesa de ajedrez del parque que preside el escenario, pero más exactamente dentro de esa mesa de ajedrez, “Reikiavik” nos pone ante los ojos un tiempo de espías y refriegas, de pasión y de trebejos. Nos lanza un mensaje blindado sobre la imaginación histórica, contra el historicismo, sobre el teatro como linterna de lo humano. Sobre la inspiración y la ilusión, la pasión y el ejemplo, como motores de vida. “Ellos tenían el ajedrez, nosotros los tenemos a ello”.

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