No puedo ser objetivo con la improvisación. Es un género tan valiente, tan sin red, que me admira. No suelo ser capaz de verle cosas negativas, aunque las tenga, fascinado por la capacidad de los actores para inventarse mundos en un segundo. Así me ocurre con "Cüá", el espectáculo de impro que ocurre (no caigo ahora en un verbo mejor) los viernes y los sábados en "La Escalera de Jacob". Cuatro improvisadores (y uno en lo audiovisual, con el mismo mérito) se emplean durante una hora para que lo difícil parezca fácil y para que nadie salga de la sala sin haberse reído hasta el cansancio.
La interactividad está servida desde el principio, pues la función no tiene ni el más mínimo esqueleto. Son los espectadores los que, apuntando en un papel una frase más o menos larga, dan el pistoletazo de salida a la competición contra sí mismos de los cuatro improvisadores. Por eso no hay ninguna función igual. Pero decir que un espectáculo de improvisación nunca es el mismo un día que el anterior es una obviedad, ¿no? Por lo visto esta noche tiendo a creer, y el hecho de que hubiese en el público gente repitiendo me reafirma, que en "Cüá" (espectáculo y compañía) habrá todos los días inconformismo, ganas de superar lo hecho, simpatía y mucho ingenio.
Todo eso tuvo el menú que me sirvieron a mí estos patos nada torpes: imaginaos el juego que pueden dar títulos como "¿Por qué cojones no hacéis mojitos de fresa?", "La cruda realidad" o "El arte de mentir" a cuatro especialistas de la invención en marcha, cuatro expertos en ritmo y suspense, a cuatro encontradores de hallazgos cómicos que, cuando no son irónicos, son brutos o son intelectuales o son físicos. Ahora imagínate el juego que puede darles la frase que apuntes tú en la tarjetita, cuando vayas a verles. Recuerda que cuanto más complicado mejor: el más difícil todavía es su motor.