Cuando se detuvo el tiempo

Ignasi Vidal

Llevábamos ya dos horas con Bruce Springsteen en el segundo de los dos conciertos que ofreció en el Estadio Olímpico de Barcelona. Los que habíamos asistido al concierto del día anterior aún estábamos sobrecogidos por el repertorio que el genio de New Jersey había escogido para deleitar a la gran multitud de fans que asistimos a la primera de las dos citas barcelonesas y que tuvo una duración de tres horas y veinte minutos aproximadamente.

Sin embargo, en este segundo concierto, con un sonido mucho más definido y mejor que el del día anterior (que no fue malo, ni mucho menos, más parecido al concierto en Sevilla donde también pude verlo) Bruce dio una vuelta de tuerca más al romance que tiene con la capital catalana volviendo a sorprender a los que le habíamos visto la jornada anterior cuando aún no habíamos tenido tiempo de asimilar el maravilloso primer recital.

Springsteen había desgranado, pues, gran parte de su cancionero habitual mezclado con alguna sorpresa (The E Street Suffle o Spitit in the night). Entonces, a las dos horas, como decía, del segundo concierto, se detuvo el mundo. Se paró, se quedo congelado: El piano de Roy Bitan empezaba a marcar los acordes de “Racing in the Street”.

No lo podía creer. En tantas y tantas ocasiones que he visto a Bruce Springsteen & the E Street Band nunca les había oído tocar este tema. Después de tantos momentos y sensaciones vividas en sus conciertos, volvía a sorprenderme con el mejor de los regalos que me podía dar la vida. En aquel momento, en cuestión de segundos, pasaba por delante de mí toda mi vida resumida en esos acordes, tan dulces, tan duros a la vez. Concretamente me transportaban a la época en la que, con quince años y en la soledad de mi habitación, con el volumen del tocadiscos a tope, escuchaba la versión de esta canción en el álbum de directos y fantaseaba con escucharla en directo.

Después de un “ooooh” general al escuchar el piano de Bittan, “Racing in the Street” seguía su curso imparable ante una audiencia enmudecida y pendiente de un momento histórico e irrepetible pues esa canción contiene en sí misma la esencia de la mejor música de Springsteen. Nunca antes había presenciado con tanta evidencia lo que era la conciencia colectiva unida para un solo fin: disfrutar de una de las canciones más bellas jamás escritas.

La voz de Bruce empieza a pronunciar las primeras palabras: “I got a sixty-nine
Chevy with a 396, fuelie heads and a hurts on the floor…

Un sin fin de imágenes, tan emotivas como la preciosa canción que devoraba el espacio sonoro del recinto Olímpico, se paseaban enfrente de mis humedecidas pupilas colapsadas por el rigor de unas lágrimas que se precipitaban por el tobogán de felicidad en que se habían convertido mis mejillas.

Entra el hammond y el aro de la caja de Max Weinberg.

En las pantallas laterales aparecía una pareja que, absorta por la emoción, no se percató de que su imagen, con la cabeza de ella apoyada en el hombro de él, se estaba convirtiendo en el icono poético del evento al servir de marco romántico para la prosa desgarrada de Springsteen.

Llega el puente musical después del primer estribillo, ya con toda la banda

El viento hacía acto de presencia con una ráfaga fresca que movía al compás los largos cabellos de una chica que a pocos pasos de mí apenas podía contener la emoción.

Vuelve a bajar la intensidad de la canción y Bruce se vuelve a quedar solo con el piano: ”I met her on the streets three yeras ago…

Las cámaras de los teléfonos móviles, en un intento de sus dueños por inmortalizar el momento, convertían el estadio olímpico en un enjambre de ojos brillantes, que al ser contemplados desde el corazón abierto que latía en mi pecho, me hizo aterrizar en el centro de un mundo en decadencia que intenta salvarse a pesar de los que lo manipulan y mandan en él. Era como si los dioses hubieran dispuesto el espacio para ilustrar, en esa imagen congelada, el alma de los personajes de los que se habla en esta canción, aquellos que luchan por no tener que arrepentirse de nada.

Y la voz de Bruce acaba la última estrofa, solo acompañado por el piano de Bittan: “Tonight my baby and me, we are gonna ride to the sea and wash these sins off our hands”.
Y el último estribilo: “Tonight, tonight the higway’s bright, out of our way, mister, you best keep, ‘cause summer’s here and the time is right for racin’ in the Street”.

Nunca había sentido, por parte de una audiencia, un silencio tan fuerte y enérgico como el de ese momento en el que la banda emprende la parte musical del glorioso final de esta canción. Los instrumentos se van sumando poco a poco a los acordes del piano consiguiendo, al sumarlos todos, construir un muro de sonido que también es un muro de emociones, levantado con la suma de los corazones de los que estábamos escuchando, como estatuas detenidas en el tiempo, con los de los que estaban sobre el escenario, viviendo ese momento como si no fuera a haber un después y Bruce, experto en captar esos momentos singulares, estuvo ahí como el guía espiritual que conduce a su rebaño hasta el lugar más recóndito del alma humana.

En resumidas cuentas, la historia de una momento, inolvidable, que es difícil contar con palabras.

Gracias Bruce. Nos vemos en Madrid.

Salud, amigos.

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