El diccionario de la Real Academia de la Lengua Española contiene cinco acepciones de la palabra catarsis (Del gr. κ?θαρσις). La primera de ellas hace referencia a su origen, antigua Grecia, definiéndola como “purificación ritual de personas o cosas afectadas de alguna impureza”. La segunda y la tercera conciernen al ámbito de las emociones o del espíritu; así, catarsis es el “efecto que causa la tragedia en el espectador al suscitar y purificar la compasión, el temor u horror y otras emociones” pero también, liberado ya el concepto de su vinculación con la tragedia griega, la “purificación, liberación o transformación interior suscitados por una experiencia vital profunda”, lo que tiene su necesario reflejo en el ámbito fisiológico pues, en el terreno de la Biología, catarsis se refiere a la “Expulsión espontánea o provocada de sustancias nocivas al organismo”.
Este vocablo, catarsis o kathársis, me acompaña desde hace mucho tiempo. Forma parte de esas palabras que por su sonoridad y su significado me parecen preciosas, inestimables. Cuando hace ya más de una década me puse por primera vez al frente de un equipo de personas para “subir al escenario” la "Antígona" de Sófocles, me movía algo que tiene mucho que ver con la catarsis en su estrecha relación con el género de la tragedia griega. Dice Kant (en "Lo bello y lo sublime") que la tragedia exalta el sentimiento de lo sublime al mostrarnos “un magnánimo sacrificio en aras del bien ajeno, la decisión audaz y la fidelidad probada”. La elección de Antígona es audaz y fiel a su hermano. Se enfrenta a una decisión trágica: la de obedecer la ley de los hombres dictada por su tío Creonte y dejar a su hermano sin sepultura o la de seguir el dictado de esas leyes no escritas, que están por encima de los hombres, que a la vez residen en el corazón, y dar honrada sepultura a su hermano aun a costa de su propia vida. Todos sabemos que decisión tomó. En aquel momento, me serví de Antígona como instrumento para provocarme una reordenación de valores que, entonces, suponía la mejor manera de experimentar una catarsis, una convulsión personal, la plasmación de una necesidad vital.
Pero en realidad, creo, la mejor catarsis es la que se experimenta, de forma espontánea, como espectador, como receptor de cualquier manifestación artística. Esto no ocurre en demasiadas ocasiones, o al menos no a mí (y es mejor así porque si no estaría desnaturalizando el significado de tal vivencia).
Asisto a representaciones teatrales de corta o larga duración; a exposiciones de pintura u otras manifestaciones de artes plásticas; a instalaciones audiovisuales o poéticas; al cine en pantalla grande y al cine en la pequeña pantalla de mi televisor… y, en general, me gusta o me disgusta, me lo paso bien, me distraigo, lo encuentro bello, divertido, magnífico o todo lo contrario. Pero…, a veces, en alguna rara ocasión, no sólo siento todo lo anterior sino que me conmuevo, me perturbo, me emociono…eso es la catarsis. El bouleversement del espíritu. Incluyo esta palabra francesa porque pocas hay, a mi entender, que describan o se acerquen como ella a la sonoridad de esa perturbación profunda, que sacude, con violencia, los cimientos de lo que uno ya creía consolidado. Que te deja sin aliento. Que altera tu orden, aunque sea momentáneamente. Cuando sufres (padeces) una catarsis y te alejas luego de aquello que te la ha provocado, te inunda un cierto sentimiento de liberación. Como si después de vapulearte te hubiesen perdonado la vida. En definitiva, consigues la redención, la purificación, a través del padecimiento, del miedo o de los infortunios de otro. Por eso la identificación con el otro (con el que actúa, canta, representa, o incluso con el totum de la propuesta planteada) me parece un elemento necesario para poder vivir una catarsis.
Cuando hace un par de años, aproximadamente (si la memoria no me falla), vi "La Barraca del Zurdo" de la compañía Laviebel Cabaret sentí exactamente eso que acabo de describir. Entré de lleno en su barraca, sudé, reí, lloré y salí desconcertada, sacudida y maravillada de haberme movido así. Quise con todas mis fuerzas que aquello se prolongara durante horas y surgió en mí, incluso, el ímpetu de salir a escena, armarme con un micro y llevarme a todo el mundo por el camino, a veces tan intransitado de las emociones (emovere, moverse hacia). Estremecida. Eso.
"Melancholia", de Lars von Trier me dejó casi vacía después de tanto exprimirme. No sé si me identifiqué más con una Justine (Kirsten Dunst) que se me aparecía como una solitaria y dolida Casandra o con Claire (Charlotte Gainsbourg) que presencia con amor, compasión, terror, valentía y a la vez resignación, el fin de todo. El fin del mundo. Si esto se acompaña de Wagner, pues…
Esa sacudida emocional o vital ante lo sublime no está reservada al teatro, o al cine, aunque quizás hoy en día sean los foros donde resulte más factible experimentarla porque, aun estando acompañado por decenas de espectadores, la penumbra de la sala te permite encontrar un espacio propio, acentuando la soledad precisa para que el ánimo esté dispuesto a una perturbación pero permitiendo también el despliegue de la dimensión colectiva de la catarsis a través de la percepción de las emociones del otro que, sin lugar a duda, influyen en las de uno mismo, acentuándolas o minimizándolas.
Cuando viajé a Florencia, la Piazza della Signoria me dejó sin aliento. "La Venus"del Espejo" de Velázquez me provoca temblor, aunque se trata quizás de una emoción más cercana a una suspensión en espacio-tiempo, como el polvo de sus pinturas, que a una revulsión. Los autorretratos o retratos desfigurados y en movimiento continuo de Francis Bacon me conmocionan, sí, desde lo más profundo.
Eso es, en definitiva, lo que me mueve a seguir queriendo ver. Esa pequeña posibilidad, pequeña pero no nula, de que, en algún momento, salte esa chispa catártica que me convulsione y me mantenga alerta ante una excesiva quietud. Al fin y al cabo, sin perturbación, no es posible el equilibrio.