Nuestro tiempo ha arrojado sobre la palabra “minucia” un desprestigio absolutamente injustificado. No es sólo que se pronuncie con mueca de escupitajo, sino que se pronuncia para reducir a escupitajo el elemento al que se aplica. Un ejemplo: “Esos intereses son una minucia, hombre”, y cinco años después descubres que la minucia aquella tiene color, sabor y textura de hipoteca cuesta arriba. Pero nuestro tiempo (y decir nuestro tiempo es una manera de decir nosotros) está equivocado: “minucia” es, debe ser, palabra positiva. Ya lo fue en tiempos, como demuestra el prestigio de que goza su hermana: “minucioso”. “Minucia” merece respeto, porque habla de lo pequeño y lo pequeño tiene su brillo. Sobre lo pequeño precisamente se levanta “La esmeralda de Kapurthala”, la divertida comedia musical que llenará el verano del Teatro Galileo de Madrid y que se estrenó el martes 2 de julio.
Hablo de géneros, cuando digo que “La esmeralda de Kapurthala”, escrita y dirigida por Marta Torres, descansa sobre lo pequeño. Chistes, habilidad instrumental, magia, declamación…todos figurarían en el apartado ‘menor’ de cualquier jerarquía de la cosa teatral y como cualquier jerarquía innecesaria, esa sería una jerarquía injusta. Juntas las habilidades dispersas de varios artistas, cristalizan en un género con nombre francés que tiene densa estela en España: el varieté. Es un aluvión de disciplinas, pero la minucia es su corazón brillante y “La esmeralda de Kapurthala” le rinde el homenaje más pertinente a través de la historia disparatada de Anita Delgado, cupletista que acabó casada con un maharajá.
¿Homenaje por qué? Por dos cosas. La primera, que Anita Delgado (existió realmente) es símbolo de la filiación entre el varieté y una ligera liberación femenina. A lo mejor aquella liberación fue una minucia, pero una minucia tan importante como un principio. La segunda razón por la que “La esmeralda de Kapurthala” es un homenaje al género varieté es porque aúna las mejores virtudes del género: variedad, ritmo y el humor como aglutinante. Es verdad que el montaje también arrastra algún defecto genético, y es una ligera tendencia al deslavazamiento. Pero, por puntual, no es suficiente eso para restarle puntos a una obra que se representa al aire libre y que puede disfrutarse mientras se cena. Tampoco los actores, imbuidos del espíritu espídico del género, dejan que la cosa decaiga. Bien todos, aunque la exhibición física y vocal de Roma Calderón; la comicidad onomatopéyica de Delfín Caset y la convincente candidez de Beatriz Garrido merecen nota aparte.
Santi Rodríguez es el director musical y responsable, por lo tanto, de un apartado atinadamente elegido, que aporta frescura y amplía la veta humorística que preside la función. El vestuario de Ana Llena es una elogiable muestra de originalidad y la iluminación, diseñada por José Luis Ramírez, se muestra efectiva en su labor habitual y muy potente cuando, en un pasaje de la obra, se pone al servicio de la narratividad con un estimable juego de luces y sombras. Queda hablar de la escenografía, diseñada por Pepe Moreno y ejecutada por Alfonso Cogollo. Es elegante, adecuada y efectiva, tanto en la ambientación como en el funcionamiento de la función. De esto hablo con conocimiento de causa, porque ví el escenario de cerca. No existe cuarta pared, y de repente puede verse uno junto a su novia, encima de las tablas, encajado en la función. A mí me pasó, pero ésa es otra historia.