De uno de los personajes de sus canciones, Joaquín Sabina decía, entre otras muchas cosas, que había patentado un modo de andar. Sólo los verdaderamente grandes “patentan modos” y sin perder, además, demasiado tiempo en papeleos. Lo hacen con la sola fuerza del ejemplo, con su mero desenvolvimiento. El de la canción de Sabina, si no recuerdo mal, era un mangui. No sé si le han dedicado canciones (si no se las han hecho, deben), pero "El Brujo", Rafael Álvarez para la burocracia, también ha patentado un modo y lo muestra en “Cómico”, el espectáculo que estrenó ayer, 1 de octubre, en el Teatro Cofidis Alcázar de Madrid. El desparpajo lúcido con que ha trabajado siempre los clásicos, la densidad de sus recursos expresivos, la gracilidad irónica y tierna de su humor. Todas esas cosas son su modo. Su modo es lograr la magia de la fascinación con la palabra sola.
Unos instantes después de salir al escenario, "El Brujo" dijo que sentía vértigo. Podría haber sido el vértigo ante el teatro lleno, el vértigo del estreno, los nervios de siempre. Pero no era ése, lo entendí después, el vértigo que sentía. Era el vértigo ante la hoja en blanco. Porque "El Brujo" se sube a las tablas en “Cómico” únicamente con su habilidad y su bagaje. Y enfrente ya de los espectadores, va dándole forma y fondo a su monólogo. No como un alfarero, sino como el que excava en la entraña de la roca una cueva en la que no exista lo de fuera; sólo el fuego y una historia. Lo mejor de “Cómico”, que tiene mucho bueno, es la potencia con la que logra esa suspensión momentánea de la realidad a la que cualquiera debe estar dispuesto cuando entra en un teatro. No hacen falta ejércitos de focos, riquísimos vestuarios, abundancia de tramoya. "El Brujo" lo construye con la voz.
Es ésa capacidad para edificar en el aire la que signa a "El Brujo" como genio, la que le suma a la estirpe de los juglares o de los toreros, hechos a construir sus cosas con mimbres evanescentes. Le vi hacerlo por primera vez en “Juncal”, aquella serie de televisión que es la mejor aproximación que se ha hecho nunca no a lo taurino, sino a la torería, que son cosas diferentes. Allí, en la piel de Búfalo el limpiabotas, le cuenta a Paco Rabal una tarde de toros en el Puerto de Santa María, con tanta pasión que uno ve los naturales y escucha el manicomio. El acierto en aquella serie estuvo en hacer de Búfalo un recipiente sólo, en el que "El Brujo" fuese él. También lo es en “Cómico”, un espectáculo que ha concebido con vocación experimental y que es, por eso, la mejor manera de comprobar su capacidad para erigir el siglo XVI en torno suyo, y con una sola frase.
¿Qué más da que de los poemas de Quevedo pase a la locura de su casa y de su infancia? ¿Qué que del Lazarillo a San Francisco? ¿Qué que de la vis vanguardista de Alberti al brazo incorrupto de Santa Teresa? Da igual, y no lo tengan en cuenta. El lunes próximo, cuando vayan a verle, el viaje será seguramente otro. Lo que importa de verdad es que verán como un escenario vacío se llena de tiempo en un segundo y al segundo siguiente se esfuma para volver a llenarse de otro tiempo. Experimentarán el humor como un estado del espíritu y no como un espasmo. Verán por qué la voz es el mejor cincel que existe.