El Brujo: emperador de narradores: Crítica de «La Odisea»

CRÍTICA: 14 Agosto en el Teatro Cofidis Alcázar

"El Brujo" tiene todavía su voz, su cuerpo y sus manijas para darle vida a mil historias y cubrirse de mil pieles, sin tener que renunciar nunca a la suya.

Hay un momento en el que "El Brujo" pregunta a la platea: ¿de quién hago yo, en esta obra? Cuenta una anécdota, habla de un taxista, parece que va a contestar, pero no. Es una pregunta traviesa, porque cuando la formula, su imperio antiacadémico de entonaciones mecientes, de física y lírica comicidad, de banalidad y hondura, está ya construido. Cuando hace la pregunta pasa que ya ha contestado: es el emperador de los narradores. En "La Odisea", el espectáculo que estrenó ayer en el Teatro Cofidis Alcázar de Madrid (reabierto tras el incendio que afectó a su azotea), despliega todas las virtudes de ese imperio. Y funciona, aunque todo tenga un aire familiar.

Las despliega con un texto que inspira tanto como atemoriza. Son 16.000 versos atravesados de lecciones, un monumento de sabiduría…pero nada es inasequible a la voluntad del Brujo Álvarez. A la tortuosa travesía de Ulises en su regreso a Ítaca, le aplica el juego de contrastes del que es maestro. La intensidad recitativa deja paso al guiño, al gag, al humor agazapado en todas las cosas cuando las desnudamos de rigideces. Reflexiones profundas y bromas ligeras, registros, registros y más registros, una compleja arquitectura de clímax y anticlímax estrechamente trenzados. Al final, una lectura libérrima y lúcida y grácil de "La Odisea".

Pero también una lectura concienzuda. "El Brujo" divide la acción en dos partes, desiguales en todo. La primera es más larga, más lumínica, más febril. También más comprometida, porque necesita ritmo alto y conexión incesante con el público. La segunda es breve, intensa, pretenciosa en el sentido bueno. El actor se aleja un poco, ensimismado en su reflexión textual. No lo suficiente como para que el vínculo se rompa, pero sí como para que la escenografía, trabajo eficaz de Roberto García en el que hay toques de orilla marina y la presencia metafórica de un velero, aparezca un poco desubicada. Nada que no compense el oscurecimiento de focos y vestuario.

La intensidad se enfría y la superficie se hace zanja en esta segunda parte, llena con la venganza de Ulises cuando arriba a Ítaca. Por eso, quizás, gustará más a los exquisitos. La otra parte, esa en la que Urdangarín, Bárcenas y los trincones navegan junto al Laertiada en su enfrentamiento con Polifemo o en su exploración de la gruta de Calipso, será la preferida de aquellos que, sostienen algunos con cierto toque snob, son objeto del afán culturizador de "El Brujo" y le rinden lealtad exclusiva. A mí las dos me interesan: la primera como desarrollo narrativo de la idea; la segunda en su doble vertiente de desenlace e instrumento de seguridad que evite un desbarajuste provocado por la prolijidad verbal de Rafael Álvarez.

En las dos, además, se observa otra de las virtudes del reino personal de "El Brujo": la creación de relaciones inesperadas, el hallazgo de conexiones explicativas entre presente y pasado. De acuerdo: más allá del recurso a la música, que ha sido compuesta por Javier Alejano y que aporta muchísima riqueza al montaje, "El Brujo" no ofrece grandes novedades estructurales. ¿Y qué? El genio de pelo albo ya inventó su pólvora y es rey de sus maneras propias (aunque las incardine con Dario Fo y el actor solista). Emperador de narradores, "El Brujo" tiene todavía su voz, su cuerpo y sus manijas para darle vida a mil historias y cubrirse de mil pieles, sin tener que renunciar nunca a la suya.

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