Una obra sobre una pensión, que podríamos imaginar situada en el umbral del infierno y que fue estrenada cuando Europa asolada por los desastres de la Segunda Guerra Mundial, era todavía un gigantesco campo de difuntos es, por necesidad – y por lógica-, una propuesta atractiva, pero también, una propuesta extraordinariamente arriesgada.
Arriesgada no sólo porque, a pesar de la cacareada “idoneidad del momento para rescatar el texto en estos tiempos de gran tribulación social” los españoles de a pie que vamos a acudir a ver esta función somos básicamente incapaces de llegar a entender los abismos de locura y destrucción que se alcanzaron en el mundo durante los años cuarenta del pasado siglo. Prueba de ese radical, e irresponsable, desconocimiento es que a rebufo de la lamentable situación económico-moral actual se quieran hacer paralelismos entre nuestra realidad y la demoniaca encrucijada histórica por la que atravesaba Europa cuando Camus escribió “El malentendido”.
Partimos pues con un hándicap, nada desdeñable, para entender la naturaleza dual de los personajes de “El malentendido”. Es decir, nuestras confortables biografías nos han preparado muy escasamente para aprehender no sólo quiénes son a primera vista esos personajes que se nos van a presentar, sino también para poder comprender qué posturas morales y filosóficas representa cada uno de ellos.
Ese contexto apocalíptico en el que, por poner un ejemplo, prisioneros de campos de concentración empujaban a los camaradas de barracón más débiles hasta sus lugares de sacrificio colaborando así con los que un día habían de ser sus propios verdugos o, por poner otro, banqueros suizos atesorando montañas de oro en forma de dientes arrancados de la mandíbulas crispadas de los ejecutados, puede explicar los feroces comportamientos de los personajes de esta obra. Sin ese contexto de victoria rotunda del crimen es difícil dar credibilidad a lo que Camus quiso contar.
"El malentendido" de Albert Camus
Sólo cuando hayamos comprendido el contexto podremos empatizar con el deseo de morir de uno de los personajes que inundado por la más radical desesperanza consiente en ser el instrumento de su propio fin, como cuando el miedo del alacrán que, amenazado por el fuego de una cerilla, triunfa sobre el yugo del instinto de supervivencia y es capaz de atravesarse heroicamente con su propio aguijón.
Entendemos también que esa hija de la bruma, de carne endurecida por noches sin caricias implore por una huida hacia latitudes donde reine un sol más benigno que pueda entibiar sus escarchados tuétanos.
¿Quién enfrentado ante tales abismos, a semejantes negruras, no pergeñaría un malévolo plan, una inicua industria capaz de generar los réditos necesarios para favorecer una vía de escape?
Madre e hija, laboriosas como avispas orbitan codiciosas sobre el cuerpo indefenso del que ha sido sentenciado a no ser más que silenciosa cuna de lirios de agua. Chocan entre ellas aleteando zigzagueantes y nerviosas; furiosas en la urgente necesidad de dar satisfacción a su proyecto se increpan y recriminan; incansables zumbonas de sus desgracias se lanzan sobre el cuerpo inerte y desprotegido; inquietas en su avaricia se empujan la una a la otra, se avasallan hacia la víctima; los dedos nerviosos recorren raudos la anatomía de su chaqueta buscando el secreto dobladillo, el escondido refugio donde el incauto ha ocultado su tesorillo de rayos de sol y cálida brisa marina. Desde la oscuridad insensible de sus ojos facetados las avispas observan una realidad monstruosa de la que son activas ejecutoras.
Las desdichadas mesoneras de la pensión del umbral del infierno juegan sus cartas en la dramática partida de la vida ¿Podremos, querremos, juzgarlas? Camus nos las presenta en una crudeza que invita si no a entenderlas al menos a compadecerlas.
“El malentendido” del Centro Dramático Nacional
Lo primero que advierte el espectador que asiste a la función es que no se ha seguido la disposición a la italiana sino que se ha optado por una disposición de las butacas a tres bandas, siendo las dos laterales las de mejor visibilidad. El largo espacio escénico rectangular es uno de los grandes aciertos de esta producción. Una amplitud llena de vacío de la que podemos extraer un sugerente simbolismo.
Comienza la función con música de acordeón y viola da gamba y, podríamos decir que con ella se inicia la deriva. La música, bien interpretada, no nos predispone, no nos contagia un estado de ánimo, no marca el tono ni nos induce a un trance. Da la sensación de estar ahí por el puro gusto estético sin que tenga función dramática alguna. Asimismo, acompañando a la música surgen proyecciones bastante estéticas que tampoco llegan a conmover.
Comienzan a aparecer los personajes y con su llegada nos damos cuenta de lo bellamente que se ha planeado la iluminación. Jan (Ernesto Arias) y su esposa María (Lara Grube) son los primeros en aparecer. El primero ajustado a su personaje pero sin emoción, sus argumentos no convencen ni al público ni a su esposa, hermosamente vestida por Lorenzo Caprile.
El siguiente peso pesado aparece en escena: Marta (Cayetana Guillen Cuervo). Para nuestra sorpresa la ninfa de las brumas luce la más aurea cabellera imaginable, bellísima incluso a pesar del moño que hubiera contado con la más contundente aprobación de la madre de Norman Bates -de la película “Psicosis”-. Incomprensible acertijo el que nos propone la producción con este estilismo contradictorio con la naturaleza ajada del personaje. Marta proclamará incesante su necesidad de sol a pesar de llevar el astro rey anidado en la cabeza. Cayetana imposta la voz y consigue un tono atractivo y profundo, un timbre que acaricia y conmueve, sin embargo, a lo largo de la función no consigue cambiar el color del mismo y termina resultando monótono, da igual la emoción, da igual la inflexión de la voz, todo termina resultando agotadoramente monocromo. Ciertos tics como un rápido balanceo de cabeza para acompañar al texto a veces resultan innecesarios.
Cuando aparece en escena la Madre (Julieta Serrano) ya hay suficientes dudas sobre la propuesta que desafortunadamente la gran Julieta no consigue compensar. A veces titubeante, a veces algo despistada y con frecuencia descoordinada entre el gesto y la palabra.
Completa el elenco Juan Reguilón en el papel del anciano criado correcto en su papel de inquietante empleado pero a años luz de personificar a ese dios lejano y distante cuyo único gesto hacia la humanidad es la negación.
La función prosigue sin emocionar, a pesar de los eventos tristísimos que van a producirse en escena. Ni siquiera la evocadora plasticidad de la propuesta consigue hacernos entrar en la trama, más bien, contemplamos el discurrir de la obra con la incrédula mirada del niño que observa el taque gigante de un acuario y escéptico, mirando a los tiburones, grita: ¡Esto no es el mar!
Albert Camus fue insistentemente invocado por los sumos sacerdotes de este ritual ofrecido en el Teatro Valle-Inclán, sin embargo, su presencia nos fue negada. En cualquier caso la propuesta es estética y profundamente interesante ya que se trata de un texto turbador y fascinante.
“El malentendido” de Albert Camus
Coproducción Centro Dramático Nacional, Pentación y Mucha Calma Producciones
Versión: Yolanda Pallín
Dirección: Eduardo Vasco
Centro Dramático Nacional – Teatro Valle-Inclán
Del 29 de enero al 3 de marzo de 2013
Reparto:
Jan: Ernesto Arias
María: Lara Grube
Marta: Cayetana Guillén Cuervo
La madre: Julieta Serrano
El anciano criado Juan Reguilón
Músicos: Alba Fresno
Acordeón: Scott A. Singer
Equipo artístico:
Escenografía: Carolina González
Vestuario: Lorenzo Caprile
Iluminación: Miguel Ángel Camacho
Composición: Ángel Galán
Ayudante de dirección: José Luis Massó
Ayudante de iluminación: Paloma Parra