Las desventuras de Sebastián Cobeña.
El otoño me deprime. Cada año más. Ese paso intermedio entre el verano y el invierno se me hace insoportable por la perspectiva insalvable que se ve venir a base de insoportable lluvia y días cada vez más fríos. Ser actor me deprime, especialmente cuando mi carrera ha entrado de lleno en un interminable otoño. Mi árbol se ha secado, mis ideas también. Sólo si estoy muy bebido me aguanto. En ese estado etílico de desconexión de la realidad me hallaba una noche de principios de noviembre. Volvía a casa con un pedal del quince, provocado por la continua ingesta de cerveza y varios gintonics de garrafón, en esa última hora, en la que reventar el hígado es cuestión de una mezcla de honor e insensatez, cuando, de repente, un cartel de un metro por cuarenta llamó poderosamente mi atención, al igual que lo haría el reflejo de un reloj de plata a una hurraca.
El cartel de marras anunciaba lo siguiente: "Bertín Osborne y Paco Arévalo serán Batman y Robin".
No podía creer lo que leía. Mis ojos se abrieron como platos a pesar de la castaña que llevaba encima.
Antes de continuar debo decir algo. No tengo nada en contra de Bertín Osborne y de Paco Arévalo, respeto es lo que siento por ambos, total “nadie es mejor que nadie”, como dice una conocida canción. Ya sé que más de un compañero se indignará por esto. Lo siento, pero así es.
Sigo con la historia.
Como no estaba seguro de no estar sufriendo una alucinación, me acerqué al cartel, tome unas fotos con mi iphone y en últimas, seguramente en un acto propiciado por la inundación alcohólica de mis venas traté de arrancarlo para llevármelo a mi casa.
No pude, pero sí que conseguí llevarme una pequeña parte del cartel en el que se veía a los dos artistas, vestidos con traje y corbata partiéndose de risa.
Al llegar a casa, me tendí en la cama con la simple intención de conectar el móvil y dormirme mientras escuchaba cómo iban entrando los guasaps. Tal era mi estado.
A la mañana siguiente me levanté a las doce y media. La luz del sol entraba poderosamente por la ventana de mi habitación. Con la borrachera había olvidado bajar la persiana y no consigo dormir si no estoy completamente a oscuras.
La resaca era de campeonato y eso me puso de muy mala hostia. Me tomé un Espidifén y un café y me volví a tender en la cama. Entonces reparé en el pedazo de papel sobre el que me había estirado y que seguramente habría dormido conmigo. Al ver el trozo arrancado de cartel recobré la memoria: "Bertín Osborne y Paco Arévalo son Batman y Robin".
Empecé a reírme, lloré incluso de las carcajadas incontrolables que me provocaba la disparatada idea a pesar de que ello aumentaba el dolor en mis sienes y nuca.
Reía como en mucho tiempo no lo hacía. Realmente las cosas no me iban muy allá pero esa alocada propuesta, que no sólo se me antojaba divertidísima, sino también genial, me hizo olvidar el lodazal de problemas en el que estaba sumido.
Llamé a mi amigo Quique
– Qué pasa tío.- Quique siempre utiliza la misma muletilla, "qué pasa tío", llames a la hora que llames y seas quién seas.
– Joder, no te lo vas a creer.- el Espidifén estaba empezando a hacer su efecto y eso animó mi decaído estado.
– ¿El qué?- preguntó Quique.
– Escucha bien. Bertín Osborne y Paco Arévalo serán Batman y Robin.
– Al otro lado de la línea silencio. Quique trataba, supongo, de asimilar lo que le decía.
– Batman y Robin- repetí.
De repente escuché la familiar carcajada condimentada de bronquitis tabaquera de Quique.
– No es broma.
– ¡No me jodas!- dijo entre risas Quique.
– Va en serio. Ahora te mando una foto del cartel.-
– No, no, no…-
– ¿A que es genial?
En plena crisis entre los fans del legendario personaje por el reciente anuncio en Hollywood de que Ben Affleck encarnaría al enmascarado superhéroe, Osborne y Arévalo se sacan este as de la manga.
Yo no me podía perder algo así. Estaba decidido a ver ese disparatado show. ¿Qué harían esos dos "Mellizos" en un espectáculo como el que anunciaban?
Sin duda, para mí, se trataba del acontecimiento teatral del año.
Busqué la información referente a la venta de entradas en internet y efectivamente ahí estaba.
Traté de convencer a unos cuantos compañeros de profesión y amigos pero ya se sabe cómo son los actores. Dejarse ver en un show así entre el público no da muy buena imagen. A mí en cambió me la traía floja a estas alturas mi imagen, seguramente a causa de la resaca mi umbral de la vergüenza se había difuminado. O tal vez los meses en paro me habían hecho perder apego a mi profesión. Al fin y al cabo mi verdadera vocación era la de futbolista y no la de actor. El por qué acabé trabajando de actor lo explicaré en otra ocasión. Sólo avanzaré que fue una mujer la que tuvo la culpa. Una mujer que quiso ser actriz y ahora es directora general de una conocida marca automovilística.
En cualquier caso yo ya no me sentía actor después de año y medio en el dique seco sobreviviendo a base de poner copas y haciendo algún que otro recadillo con sustancias ilegales.
Compré las entradas.
A las dos semanas, un martes a las 21 horas, frío como el "necesito espacio" de mi ex, previo a dejarme por un conocido actor, con el que me la estuvo pegando durante un año (de esto me enteré hace unos días en un after puesto hasta arriba de anfetas, lo que me provocó un bajón del cual no me recuperé en una semana) estaba ahí, en el hall del Teatro Gran Vía.
La marquesina del teatro era la misma foto que tenía en casa. Los dos artistas partidos de risa pero entonces reparé en algo que no había visto la noche en la que borracho arranqué un pedazo del cartel para llevármelo y que eran los disfraces de Batman y Robin que ambos artistas sujetaban en la mano mientras en la otra portaban una copa de champán. Genial.
Entré en la sala. El público que llenaba el patio de butacas estaba compuesto, básicamente, por parejas de edades entre los cincuenta y setenta años. Seguramente por eso, la acomodadora que me acompañó a mi butaca me miraba de forma parecida, pensé, como mirarían a Artur Mas en las fiestas de la Paloma vestido de chulapo. El caso es que me daba lo mismo lo que pensara aquella tía. Me moría de ganas por ver de qué iba aquella función. El porro que me había fumado antes de entrar, sin duda, ya estaba haciendo su efecto y sólo con ver el programa de mano la risa ya me provocaba alguna que otra feliz lágrima.
Entonces las luces se apagaron y una voz en off dio la bienvenida a los espectadores e informó que no se podían hacer ni fotos, ni grabaciones y que se debía desconectar los teléfonos móviles.
Pensé, qué carajo, si la gente pasa de apagar el móvil en un avión de pasajeros, aún a riesgo de que el aparato se estrelle, ¿cómo les convences de que apaguen el móvil en el teatro? A menos que informasen que los acomodadores reparten hostias con la mano abierta a los espectadores que les suene, no había nada que hacer".
Una música enlatada empezó a sonar a un volumen atronador. Los espectadores, un manto de cabelleras blancas, desde la perspectiva en la que me hallaba, mostraban su desagrado con una mueca o tapándose los oídos. Evidentemente al técnico de sonido se le había ido la mano, cosa que solucionó al instante. Entonces pensé que con el atronador volumen no se hacía tan evidente la horrorosa melodía que daba entrada al show.
El telón se levantó. Un fogonazo de luz anunciaba el momento. Llegó el momento. Del lado derecho apareció Paco Arévalo y del izquierdo Bertín Osborne. En medio del escenario, un baúl y un biombo. En el patio de butacas un aplauso general y caluroso recibía a los afamados artistas y yo, con mis ojos enrojecidos por el efecto de la hierba, no puede hacer otra cosa más que unirme al clamor de un público entregado desde el primer minuto.
Continuará…