El sacrificio de un mito español.

Miguel Hermoso

Don Juan no es un mito español. Tenorio puede que sí.

Tanto su nacionalidad como su autoría está muy regañada: Burlador, el de Moliére, el poema de Byron, Don Giovanni de Mozart, Casanova y su “Historia de mi vida”,… y el Tenorio. Hay leyendas e historias que lo ubican con origen carnal en diversas zonas de Europa. Algo tiene que cualquiera lo identifica como un modelo de conducta conocido o cercano… incluso propio. Algo universal.

Me encuentro actualmente inmerso en el proceso de creación y ensayo de un montaje teatral con la obra de Zorrilla, dirigido por Blanca Portillo, que a nadie dejará impasible. Un enfoque radical y profundo del personaje que acostumbramos a presentar o presenciar con frivolidad y alegría.

¿Es simpático un tipo que compite contra otros y contra sí mismo por destruir, derribar y humillar… valores, vidas y mujeres… no con objeto de imponer orden nuevo, no queriendo revolucionar, no por resentimiento tampoco… sino como fórmula de escape hacia la nada, hacia el caos?.

Habría que responder en la intimidad de uno con su propia conciencia: ahí quiere llegar Portillo con esta versión del Tenorio, al necesario auto-examen que debemos hacer los hombres del siglo XXI para localizar los rastros biológicos de Don Juan en nosotros. No excluyamos el rastro histórico del machismo en las mujeres: eso requiere una introspección aún más grave.

Dice Juan Luis Arsuaga -mi antropólogo de cabecera y un amante del teatro- que si por algo se valorará el siglo XX dentro de dos mil años no será por las dos guerras mundiales, ni por las revoluciones obreras, ni por el nazismo, ni siquiera por (citemos también cosas positivas) el descubrimiento del genoma humano o la invención del microprocesador… el siglo XX se recordará por el comienzo de una emancipación inédita en la historia de la civilización, la liberación del aproximadamente 50% de la población humana del planeta: las mujeres.

Procedemos, en muchas variantes, de una civilización basada en la sujeción de la mitad de su población a unas reglas mucho más rigurosas y restrictivas. Una humanidad en la que un 50% está al servicio del otro y excluido de las instituciones de poder social, económico y religioso para consagrarse a la cría o el trabajo doméstico; inhabilitado incluso para tomar decisiones sobre su propia vida. Esa es la herencia que hemos recibido todos: Machista. Y aunque esa muralla se resquebrajó por fin allá en el siglo XX, es obvio que el camino hacia una verdadera igualdad política y moral (nadie pretende que seamos iguales en lo demás) no ha hecho más que empezar a labrarse. Además, y dependiendo del área geográfica y cultural, me temo que hay zonas donde ni siquiera llega al balbuceo tal revolución. Tampoco es justo que los “machos” de hoy carguemos con la culpa histórica de miles de años de machismo, pero sí merece la pena que asumamos con valor (y por qué no, con alegría) la responsabilidad de atacar desde lo individual una micro-revolución de mentalidad y costumbres que desembocaría en un vuelco moral sumamente interesante y probablemente liberador.

Una liberación que exige el sacrificio de nuestra mal entendida hombría: una basada en el dominio y originada por el temor más oscuro que un hombre puede tener: el sexo.

No es tanto el texto de Zorrilla como sus hasta ahora habituales interpretaciones (casi siempre hechas por y para hombres e impregnadas de su resistencia a un cambio cultural) las que han ubicado esta obra como una apología del machismo. El discurso de este nuevo Tenorio no está en absoluto alejado de su romántico autor: “Quien carece de carácter y mancha mi obra es Don Juan, quien la ilumina y sostiene es Doña Inés”, dice José Zorrilla. Si Tenorio es la inmoralidad machista llevada al extremo de la enfermedad, es porque quiere reflejar una sociedad enferma. Si hasta ahora hemos presenciado la escena de Juan e Inés, recostados sensualmente en un sofá -¡que en ningún lugar del texto original se menciona!-, como un paradigma de romanticismo es porque todos nosotros aún vivimos bajo un velo paternalista de condescendencia con nuestro propio machismo. Corrámoslo: La realidad es que Juan es un hombre maduro que secuestra a una adolescente virgen y se la lleva a su casa para abusar a placer de ella. ¿Y luego se enamora? ¡Y a mí que me importa! ¿Le supondría a usted un atenuante si el pederasta de Ciudad Lineal declarara que siente un amor puro y sincero por los niños que ha violado después de drogar?

Aprovechemos el texto de Zorrilla, en su romanticismo (en el sentido estricto del término) y con su “españolidad”, para dar continuidad a esa encomiable batalla liberadora que vio la luz precisamente en la segunda mitad del siglo XIX para eclosionar en el XX y que no debemos dar por finalizada en estos comienzos del XXI. Si antes se ocupaba Dios de que la inmoralidad tuviera sus consecuencias nefastas, ocupémonos ahora los hombres de no tolerarla. Y revisemos la propia.

¿Qué busca Don Juan Tenorio en esa escalada imposible, insostenible de agresiones y satisfacciones de su más primario instinto? ¿Es eso virilidad? Don Juan vive obsesionado por mujeres y corre de una en otra sin detenerse en ninguna porque su instinto rudimentario se satisface tanto con la princesa como con la pescadora -“Yo a los palacios subí, yo a las cabañas bajé”-, pero como dice Gregorio Marañón, Don Juan es incapaz de amar, la mujer es para él un medio de llegar al sexo. “Busca a la mujer como sexo”…como una forma de llegar a una esencia que él localiza fuera de sí y no dentro. Ahí radica el donjuanesco error, y eso convierte este modelo de conducta en algo similar a un transtorno obsesivo compulsivo, a una suerte de adicción que le obliga a ir más allá cada ocasión sin por ello jamás obtener la recompensa anhelada. Por éso también necesita la ostentación escandalosa y deliberada de sus conquistas. Marañón insiste en que “sólo un espejismo literario autoriza a considerar a Don Juan como ejemplar arquetípico de la virilidad”. Y a pesar de ésto, que yo veo con claridad y que Blanca Portillo contempla con estupor e indignación, llevamos siglo y medio colocándole en esa peana: el prototipo de libertino rebelde que siempre se sale con la suya y que aunque arrase con lo que haga falta, hace todo lo que los hombres desearíamos hacer pero no nos atrevemos. Pues haciendo mío el lema de la versión teatral de Portillo y equipo: “Ya es hora de que alguien llame a Don Juan por su nombre”.

Hay que sacrificar a este animal rabioso por el bien de la comunidad, por el bien de la igualdad, por el bien de la justicia. Habita dentro de cada uno de nosotros, por eso es un mito. Y por eso una apuesta teatral como la nuestra quiere activar la conciencia y alentar una rebelión silenciosa e individual. Contra el ídolo interior. Contra el ídolo español.

Y mientras esto sucede… contemplemos la oscura belleza de su declive doliente en el escenario, de dónde nunca más debe salir a instalarse en el salón de tu casa o en tu dormitorio.

Ni una lágrima por él.

Y en el próximo día…
…hablaremos de Mejía.
 

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