Cuando cruzo una calle y alguien me vocea la pregunta desde su automóvil en marcha —«¡Eh, Atanes, tú que vas por la vida de «underground»! ¿Eso qué es lo que es?»—, inspecciono mi ropa para cerciorarme de que no me han arrojado un huevo y, superada la sorpresa inicial, permanezco inmóvil, meditabundo, porque no sé muy bien qué responder. No está claro qué es el underground. Tan poco claro está que, a raíz de un gazapo en la prensa y la inevitable replicación en medios, no hace mucho pasé cerca de medio año siendo un autor undergrow en vez de underground y solo unos pocos se percataron del cambio. Solo unos pocos distinguen el underground del undergrow, y todavía a menos les importa. Y es que no tiene importancia. Solo son etiquetas.
La asociación mental más inmediata que puede sugerir la palabra underground es la contracultura de los años sesenta del pasado siglo: los cómics de Robert Crumb, las películas de Paul Morrissey… Pero hay también underground avant la lettre. Las películas que hicieron a cuatro manos Buñuel y Dalí eran cine underground. Y ya antes el Marqués de Sade escribió literatura underground. Incluso podría decirse que Gayo Valerio Catulo compuso poesía underground en el siglo primero antes de Cristo. Personal estima profeso a sus versos, que son una cosa simpatiquísima:
Vos, quod milia multa basiorum
legistis, male me marem putatis?
Pedicabo ego vos et irrumabo.
Esto corre el riesgo de parecer redacción escolar. No por mucho repetir el término se arroja luz sobre su significado. Pero es que no hay una definición exacta de underground. La mejor aproximación la hizo Frank Zappa, diciendo aquello de que «la cultura oficial sale a tu encuentro, pero al underground tienes que ir tú». Aunque, puestos a definir, yo prefiero al juez Potter Stewart sentenciando «no sabría definirlo, pero lo reconozco cuando lo veo». Potter Stewart no aludía al underground sino a la pornografía, pero la cita es perfectamente transponible. Y además, a poco que lo meditemos un poco, descubriremos que porno y underground son hermanos mellizos.
Lo underground es un aroma, un efluvio o, si se prefiere, una hediondez. Tiene algo de transgresión, de granujería, de marginalidad, de auto-marginalidad, de limitación de medios, de auto-limitación de medios, de desprecio o de desinterés por el gusto hegemónico… Tiene algo de todo eso pero no es nada de eso en concreto. Por ejemplo, vilipendiar al Gobierno de turno, sin más, no es una actividad underground. No puede serlo cuando, muy lejos de ser transgresora, constituye poco menos que un deporte nacional. Quizá sea underground en Corea del Norte pero, nos pongamos como nos pongamos, aquí no. Tampoco es underground rodar una película casera con los amigos asumiendo las formas, estereotipos y objetivos de una película convencional. De ahí cuelga otra etiqueta, muy en boga, que es la del «bajo presupuesto» o low-cost. Luego está el cine indy, que es lo mismo pero hecho por ricos.
No hay una nómina fija de autores underground. Algunos van y vienen. David Lynch, sin ir más lejos: comenzó en el underground —con Eraserhead—, residió varias décadas en el mainstream —incluso en el blockbuster, ahí está Dune— y después ha regresado al underground con Inland Empire y sus pintorescas series de animación.
El underground no es necesariamente cutre, sucio o experimental. Tampoco es necesariamente político. Ni siquiera necesariamente de izquierdas, como podría ingenuamente inferirse de su naturaleza contracultural. A veces lo es y otras veces no. En la viña del underground hallaremos un amplísimo espectro de estilos, ideas y credos. Entre los nombres más legendarios tenemos, por ejemplo, a John Waters, un demócrata encantado de tener buenos amigos republicanos; o a Paul Morrissey, conservador y católico practicante; o a Kenneth Anger, thelemita; o a Bruce LaBruce, adalid del género zombi-porno-gay; o a George Kuchar, de quien ignoro por completo afiliación alguna; o a Otto Muehl, accionista vienés, nihilista, autoproclamado radical de izquierdas, fundador de su propia secta y convicto. La lista podría seguir y seguir. Lo único que tienen en común la mayoría de ellos es haber hecho lo que les ha venido en gana y, quizá precisamente por eso, haber incomodado a sus congéneres.
En España el uderground no se ha prodigado mucho. Hubo unos años, se supone, allá por los ochenta, en los que esta corriente tuvo una influencia notable en los cómics y la música. Pero un número muy escaso de personas lo han cultivado en el cine. Unos pocos y excelsos individuos como Iván Zulueta, Antoni Padrós, Adolfo Arrieta, Jess Franco… y —por supuesto y como no podía ser de otra forma, disculpen un momento, que me aguante la risa— un servidor de ustedes. Del teatro underground no hablo porque analizar si existe, si no existe, si puede existir o si puede existir un teatro que no lo sea me exigiría un tiempo del que no dispongo ahora mismo. Y de tenerlo preferiría emplearlo en otra cosa.
A mí lo que más me interesa del cine underground es su naturaleza intersticial. Al desbordar los bordes formales, industriales y a menudo conceptuales de lo que convencionalmente se entiende por cine, penetra en territorios audiovisuales ignotos que lindan, lo pretenda o no, con el mundo del arte, pero sin infiltrarlo tampoco plenamente. Intercambia ingredientes con el cine convencional, intercambia ingredientes con el videoarte, y se sitúa a medio camino entre ambos, en tierra de nadie, en una zona apenas transitada por el público, en el ángulo ciego de los medios de comunicación de masas, en un extrarradio marginal del mercado —por lo general no se exhibe en salas comerciales ni en galerías de arte, y es casi más fácil ver una película de Padrós en el MoMA que en un cine—. Y eso, aunque las malas lenguas proclamen lo contrario, no ha cambiado un ápice desde la irrupción de internet. Ni cambiará, porque es un axioma de la naturaleza que nuestra realidad tenga un delante y un detrás, una izquierda y una derecha y un arriba y un abajo.
Lo que sí puede cambiar y es deseable es que esa zona que ocupa el underground persista, se nutra y se mantenga. ¿Por qué? Pues porque es un enclave fértil, una cocina que nos provee de nuevos sabores, a veces picantes, a veces inesperados, una red de conexión entre disciplinas demasiado compartimentadas, un lubricante de la creatividad. Es al cine lo que el líquido sinovial a las articulaciones. Es curioso constatar que, de igual forma que el cine underground goza de vitalidad en aquellos países donde hay una industria cinematográfica fuerte —sólo un vaso lleno se desborda—, el hecho de que en España tenga una presencia puramente testimonial pone en evidencia el raquitismo secular de nuestra industria. Y ni mucho menos ni exclusivamente estoy hablando de plata. Al final, todo, mainstream y underground, indy y low cost, ficción y documental, al final todo es cine y la atrofia de una parte denota algún tipo de disfunción en el todo.
Por eso es tan valiosa una iniciativa como Cine XXI. Directores y direcciones , un proyecto elaborado por un equipo de reputados críticos cinematográficos y coordinado por los al menos tan críticos y reputados Hilario J. Rodríguez y Carlos Tejeda, que no se acaba en el extraordinario volumen enciclopédico del mismo nombre recién publicado por Ediciones Cátedra, sino que se extiende a través de un ciclo itinerante abierto a la contemplación, al debate y al deleite —Historia(s) del Cine Español, ciclo que arranca esta misma semana en el Café Kino de Madrid con diversas proyecciones y coloquios, del miércoles 9 al domingo 13 de octubre—. Su propósito es ofrecer, no ya desde el simple registro sino desde la visión crítica de sus colaboradores, un replanteamiento indiferente a las etiquetas, una visión del cine contemporáneo ajena a las tan traídas compartimentaciones, a la postre más discriminatorias que clarificadoras. El suyo es un trabajo —ingente— de demolición y reconstrucción, de aplanamiento de prejuicios, de cuestionamiento de clichés —donde importa el quién y el qué en detrimento del cómo y el cuánto—, de prospección en cavidades inexploradas, de descubrimiento de tesoros, de relectura de verdades incontestadas, de reivindicación de un concepto de cine amplio, libre, insólito y sin restricciones.
Hilario J. Rodríguez presenta así —y con sus palabras, que suscribo, concluyo— el ciclo Historia(s) del Cine Español: «Matemos, de una vez, al cine español como género en sí mismo y también como excusa para seguir planteando un tipo de percepción cultural que a estas alturas ya no tiene sentido. Convirtámonos en exploradores de verdad, que en lugar de irse a Borneo o Belice para no hacer otra cosa que lo que habrían hecho aquí, descubran algo nuevo y valioso gracias este ciclo de cine, que ante todo se propone abrir nuevas vías de conocimiento al cine español.»