El universo se expande

Carlos Atanes

Todos metemos la gamba con mayor o menor asiduidad y quien esté libre de pecado que tire la primera piedra. Ni los paladines de la ortografía que revisamos una y otra vez lo que escribimos nos libramos de perpetrar erratas y gazapos ortográficos. En ocasiones con toda la premeditación, como es mi caso cuando en plan viejo pulguillas me rebelo contra las recomendaciones de la RAE que me resultan fastidiosas e insisto en seguir escribiendo «sólo» y «guión» con sus tildes consuetudinarias. Son pecadillos veniales que me consiento y que no hacen daño a nadie.

Sin embargo la proliferación de negligencias en los escaparates de eso que se da en llamar «la cultura» sí es algo que debería invitar a la reflexión. En los últimos tiempos he constatado un incremento de erratas y errores ortográficos en carteles, marquesinas y publicidad de cine y teatros. Las causas pueden ser muchas. La displicencia, el nerviosismo, las prisas, la irrupción en los ámbitos de decisión de jóvenes con tendinitis de Quervain en el pulgar… Vaya usted a saber. Pero se supone que en ese contexto hay que tener más miramientos y un incremento de los deslices proyecta la imagen de una cierta dejadez y decadencia general. De una desculturización de la cultura. Lo que me lleva, lógicamente y como no podría ser de otra manera, a Johann Wolfgang von Goethe.

Ich will lieber eine Ungerechtigkeit begehen als Unordnung ertragen. No, yo tampoco entiendo el alemán. Pero copio y pego la frase original porque después de taconear impúdicamente sobre una cita de Mamet la semana pasada hasta desbaratarla por completo he creído conveniente ser un poco más escrupuloso esta vez. Además Mamet está vivo y aún puede defenderse. Goethe no. Goethe lleva mucho tiempo muerto. Ciento ochenta y un años.

Lo que Goethe decía en alemán es que prefería «cometer una injusticia antes que soportar el desorden» —algo muy parecido a lo que practicaron los académicos de la RAE amputándole la tilde a «guión»—. La ocurrencia de Goethe lleva dos siglos generando polémica. No debería generar tanta si en vez de leerla de corrido y brincar como fieras corrupias prestáramos la debida atención a lo que dice. Con esas palabras se opuso al linchamiento público de un reo. Para Goethe el desorden es la mayor de las injusticias, la injusticia suprema, mayor que cualquier injusticia común.

En física el desorden es cuantificable y recibe el nombre de entropía. Y, por mandato de la Segunda Ley de la Termodinámica, la cantidad de entropía en el universo aumenta inexorablemente. No hay vuelta de hoja, todo tiende al desorden. El caos, al final, triunfará. Ahora sabemos que el universo se expandirá hasta convertirse en una sopa de radiación fría e inerte. Con la muerte térmica todos nuestros recuerdos se perderán como lágrimas en la lluvia. ¿Es concebible una injusticia mayor? Ningún logro de la Humanidad pervivirá y será por culpa del desorden. Reconozcámoslo de una vez por todas: como mínimo desde un punto de vista macrocósmico Goethe acertó de pleno.

Hemos saltado de la ortografía a Goethe y de Goethe al fin del universo y ahora regresamos a la ortografía. Hay quien repudia sus reglas por considerarlas una imposición innecesaria y fastidiosa, una cortapisa a su libertad. Yo soy de un parecer muy distinto porque rechazo un concepto tan pueril de la libertad y porque veo esas reglas como instrumentos que clarifican la comunicación: con ortografía y buena letra los mensajes son más inteligibles. Pero no se me escapa que las normas son muy impopulares en general y en los ambientes artísticos en particular. Y hasta cierto punto simpatizo con esa rebeldía, porque un artista sin rebeldía, sin heterodoxia, sin conciencia de que las reglas están para saltárselas es como un pulpo a feira sin pimentón. Si hay alguien legitimado para juguetear y aun pervertir las reglas de la ortografía y de la gramática indudablemente ha de ser quien más comprometido está con la escritura, es decir, un escritor. La norma no puede ser jamás un yugo para el autor. Si lo es debe ser un yugo autoimpuesto, porque un autor debe crear sus propias normas.

¿No se contradice esto con mi observación acerca de la desculturización de la cultura? Por supuesto que no. Ahora estoy hablando de actos conscientes, deliberados, ejecutados desde el conocimiento de las reglas que se decide corromper. Y digo esto porque —y por fin llego a donde quería llegar— lo que intento explicar con tantos circunloquios es que la creación artística es un acto de libertad, pero también de orden. La libertad y el orden no son términos opuestos ni contradictorios. La cultura necesita de ambos.

Durante el pasado siglo hemos asistido a infinidad de manifestaciones cuyo propósito era, en apariencia, reubicar el arte fuera de los dominios del academicismo, de la lógica, de la racionalidad, de todo aquello que entendemos por orden. Esos movimientos nacieron del asombro, del desconcierto o del asco provocados por el desmoronamiento de un mundo que hasta entonces había parecido cuerdo y comprensible y que nunca más lo volvería a ser. Muchas fuerzas contribuyeron a ese desplome: por un lado reconsideraciones radicales de nuestra visión de la realidad física y psíquica alumbradas por científicos y pensadores diversos y, por el otro, tremendas hecatombes genocidas de una magnitud nunca vista antes. El arte respondió a ese caos reclamando libertad, abolición de normas preestablecidas, emancipación y subversión del orden cultural, social, político y económico. Su apariencia era la del caos porque aludía al caos, trabajaba con el caos y, en algunos casos, aspiraba al caos.

La lista sería interminable pero, por recordar unos pocos a modo de ejemplo, ahí tenemos a Artaud y su «teatro de la crueldad» aboliendo el texto teatral, a los dadaístas aboliendo el arte, a John Cage introduciendo el azar en la música, a Burroughs componiendo textos con trozos de papel recortado, al grupo Gutai haciendo añicos los lienzos, al movimiento punk devolviendo a la sociedad la basura que decían recibir de ella y a Manzoni envasando su propia mierda de artista. Sin embargo estas pretensiones de caos siempre han sido más ordenadas que el caos al que pretendían encararse. Las latas de Manzoni, que eran noventa, ni una más ni una menos, estaban vacías. Las partituras de Cage exigían una ejecución rigurosísima por parte de los intérpretes. Pollock (que, por cierto, a mí siempre me ha parecido un epítome de la virilidad, con esa calva, ese mentón, ese apellido y ese irreprimible salpicar) no vendía el «dripping» que le caía al suelo sino el que quedaba enmarcado dentro de los cuatro límites estrictos del lienzo.

Y ahí radica el meollo de la cuestión: en el marco. Por muy salvaje, azaroso, imprevisible, irracional, caótico que se presente un espectáculo o un objeto artístico, siempre estará inserto en un marco físico o virtual (el del teatro, la pantalla, la galería o el lugar designado para su realización) y constituirá también en sí mismo un marco estable o efímero colocado sobre un trozo de realidad. En definitiva, obedecerá a algún tipo de orden y a la vez constituirá una «ordenación», porque el arte lo que hace es acotar un trozo de realidad aprehendida o inventada, interna o externa, y generar sentido a partir de ahí. Se presente en la forma en que se presente nunca será intrínsecamente caótico porque es una de las herramientas de las disponemos los seres humanos para hacer frente al desorden existencial, a la entropía y a la muerte térmica. No ya el arte: la propia vida consiste en una lucha sin descanso contra la entropía. El fracaso, lo sabemos, es inevitable. Pero tirar la toalla sería un fracaso más humillante e ignominioso. Hay que avanzar hacia la destrucción con la cabeza bien alta. Por eso hay que ayudar a las viejecitas a cruzar la calle, masticar con la boca cerrada y respetar las bondadosas reglas ortográficas.

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