En ocasiones, uno se levanta de la butaca, sale a la calle y se da cuenta de que tiene un cansancio que no tenía cuando se sentó, dos horas antes. No es un cansancio de rutina, o un cansancio de aburrimiento, sino un cansancio de viaje. El cansancio feliz que se tiene cuando los ojos están llenos de nuevas cosas y los pies machacados por el ansia de descubrir. Sentí ese cansancio ayer tras el estreno de “Cuando deje de llover”, en las Naves del Español de Madrid. Me puse el abrigo al acabar y tenía encima el polvo de camino que había antes en los viajes importantes. Julián Fuentes Reta ha explorado todas las aristas del texto del australiano Andrew Bovell y sirve un montaje puro y absorbente, a pesar de algunas debilidades, y exigente por la radicalidad del viaje que propone. De Londres a Australia a través de las generaciones de dos familias, pero sobre todo un viaje desde las miserias del pasado hacia las preguntas del presente y las posibilidades del futuro. Una disección de la familia y un llamamiento, a la postre optimista, para enterrar las raíces.
La obra de Bovell, que Jorge Muriel ha traducido para su primera puesta en escena en España, es un texto complejo y completo. El matrimonio de Henry y Elizabeth Law nunca fue feliz, ni siquiera cuando nació su hijo. Los actos cada vez más descontrolados de Henry acaban por forzar una separación que la madre jamás explicará al hijo. Éste, Gabriel Law, lidia veintiocho años después con la gelidez de su madre y el misterio sobre su padre. Hasta que decide viajar a Australia, siguiendo el rastro de las únicas siete postales que su padre le envió en la vida. Allí, en un lugar perdido entre el desierto y la costa, conocerá a Gabrielle York. Joven y sola, es la única superviviente de un cataclismo familiar provocado por la desaparición de un niño, su hermano. Hay que esperar a que la obra se despliegue para descubrir realmente qué truculencias ligan a los Law y a los York, qué pasó para que Gabrielle se convirtiese en la figura fantasmal e irascible que veremos después.
De hecho, he tenido que hacer un esfuerzo cuidadoso para presentaros la sinopsis crítica que acabáis de leer. “Cuando deje de llover”, obra que algunos creen llamada a convertirse en un clásico australiano, se recrea en las elipsis, hiende transversalmente las décadas, disfruta con la faz doble de los acontecimientos y pone de relieve sus continuidades con motivos recurrentes: un pez caído del cielo, la misma sopa en 1959 que en 2039, las mismas expresiones para referirse a la lluvia que no deja de caer. En el texto de Bovell, escrito en 2008, hay drama desnudo, thriller oscuro, intimidad, ramalazos de absurdo y momentos de luminosa poesía. La obra integra elementos de varias y dispares tradiciones y los pone al servicio de su propio avance, justamente como Gabriel York y Andrew Price, los dos personajes que cierran la travesía intergeneracional de este drama, los dos hombres que logran reducir el pasado a pasado, que logran soterrar las raíces para que no sigan siendo el bosque inevitable y frondoso en el que las personas están condenadas a perderse.
A Julián Fuentes Reta hay que reconocerle varias cosas como director. Primero, el atrevimiento de poner su talento al servicio de una obra tan arriesgada como llena de absolutos: la soledad, la incomunicación, las ataduras del pasado y, en el fondo, la libertad del individuo. Después, el acierto de una puesta en escena evocativa, hecha de luces cenitales y elementos móviles. También la capacidad para imprimirle conjunción y coherencia escénica a un texto que, aun siendo magnífico, tiene toda la pinta de tender a desbordarse por mil sitios a la vez. Al montaje, sin embargo, le hace daño la distancia entre el escenario exento en el que sucede la acción y los cuatro fondos de butacas desde los que el público la contempla. El espacio escénico excesivo diluye parte de la potencia emotiva de la propuesta, que sería inapelable en un escenario más recogido.
El trabajo del reparto interpretativo tampoco llega como debería llegar debido a esta distancia. Es una buena labor en líneas generales: Pilar Gómez compone bien la tensión de la Elizabeth joven, Pepe Ocio dibuja con corrección los recodos de Henry Law, Felipe García Vélez imprime bondad a todo lo que hace su Joe Ryan, un segundo plato sentimental y Borja Maestre no distrae ningún detalle de su breve Andrew Price. Hay, sin embargo, una gama entre lo solvente y lo sobresaliente. Más cerca de lo segundo está la aspereza intensa con que Ángela Villar mueve a su Gabrielle joven y más cerca de lo primero los parlamentos de Ángel Savín como Gabriel York, en los que eché en falta algo más de profundidad y el Gabriel Law de Jorge Muriel, algo rígido por momentos. En la cima, el trabajo magnífico de Consuelo Trujillo y Susi Sánchez. La primera, en la piel de la Elizabeth Law madura y la segunda como Gabrielle adulta levantan dos interpretaciones ricas y matizadas, tensas y fascinantes. Cada línea que dicen es un acierto de dramatismo y medida. Como el montaje.