Cuando “Donde hay agravios no hay celos” de Rojas Zorrilla se representó en El Pardo por primera vez, el Imperio español ya renqueaba. Era 1637, y aunque en la capital se hacían fastos, se acababa de perder Breda, el trigo no nacía en los campos castellanos y una bancarrota le mordía la cola a la siguiente bancarrota. Aún quedaba un poco para que el desastre de Rocroi certificase el fin de la hegemonía española, pero el colapso imperial era inminente. Si el Siglo de Oro demostró que nada hay como una crisis para que los genios brillen, esta comedia ejemplifica que la decadencia es terreno fecundo para la inteligencia irónica. La Compañía Nacional de Teatro Clásico recupera, bajo la dirección de Helena Pimenta y con versión de Fernando Sansegundo, una comedia de arquitectura perfecta, de carne vibrante y acabado magnífico.
Pimenta no se ha cansado de decir, desde que el montaje se presentó en Almagro, que “Donde hay agravios no hay celos” es una de las mejores comedias del Siglo de Oro. Después de verla, se entiende su empeño. Don Juan y su criado Sancho inician en Madrid un intercambio de papeles, un laberinto de enredos, en el que hay retratos trocados, prometidas, celos de amor, afrentas de honor, hermanas deshonradas, choque de espadas y muertes a oscuras. Ésa es la historia, y no extraña que fuese modelo para dramaturgos franceses o ingleses, pues su armazón es irreprochable y potentísima su comicidad. Los personajes son arquetipos llenos de complejidades (eso lo logran solo los grandes) y cada verso que sale de sus bocas no sólo contiene el mundo desde el que nos hablan, sino que enseña (¡sigue enseñando!) técnica y atrevimiento a quienes hoy hacen oficio de lo facilón.
El personaje que más brilla es Sancho, criado protagonista que interpreta magníficamente David Lorente. El rol sintetiza la alegría rebelde del texto y del montaje (es inolvidable su parlamento sobre la honra) y el trabajo del actor resume la labor notable de un reparto que transpira conexión y entrega. Clara Sanchís compone una Doña Inés de Rojas sobresaliente, al borde del desquiciamiento amoroso y cómico, que encaja como pieza de puzzle con la burlada y sinuosa Doña Ana de Alvarado que construye Natalia Millán. Fernando Sansegundo hace de un noble y pacificado Don Fernando de Rojas y Marta Poveda clava la risa y la picaresca con su Beatriz, la criada despierta (en todos los sentidos) que anhela un hombre bravo. En la antagonía masculina, el Don Lope de Rojas que Rafa Castejón interpreta con habilidad para los giros y la mesura y la generosidad de buen actor que enseña Jesús Noguero en su Don Juan de Alvarado, un galán desvaído, reflexivo, cómico unas veces y hondo otras. Noguero no flaquea en ninguno de los dos registros.
La versión de Sansegundo añade nitidez al verso magnífico del texto original y así se despliegan en crisol los múltiples temas de una obra tan divertida como densa. Ahí están, por ejemplo, las referencias a la rigidez de la escala social o los apuntes sobre la libertad de las mujeres: en realidad, tanto Doña Inés como Doña Ana reclaman solamente el derecho a casarse con quien ellas quieran. Con todo, el asunto central del texto es la contraposición entre el honor y el amor, y es en las líneas más directamente relacionadas con esa dicotomía donde la comedia se alza ácida, rebelde y subversiva. Aunque la vibración magnífica de la trama absorbe toda la atención instantánea, en el fondo uno es consciente de que asiste a la falsación cotidiana, sí, pero no menos contundente, de los dogmas sobre la honra y la venganza. En suma, “Donde hay agravios no hay celos” enseña que la iniciativa del hombre ha de primar sobre toda convención, y ésa es una enseñanza buena.
Tras la plena redondez del montaje está la dirección de Helena Pimenta, quien lee la obra de Rojas Zorrilla con sabiduría veterana y engrana con naturalidad el trabajo técnico de Nuria Castejón en la coreografía, Vicente Fuentes en el verso, Kike Inchausti en la lucha escénica, Tatiana Hernández en el vestuario o Juan Gómez Cornejo en la iluminación. Todo es empaque en el montaje, que discurre en y sobre la escenografía diseñada por Esmeralda Díaz. Se trata de una arquitectura llena de secretos y ventanas, no sólo funcional sino expresiva del mensaje capital de la obra: siempre hay una salida mejor que matarse.