Once upon a time. Cuántas historias nos habrán contado que empiecen así, bueno, o con un “érase una vez”. Las palabras mágicas que nos subían a una alfombra mágica para llevarnos al mundo mágico que abría la puerta del sueño. Cuentos que pasan de padres a hijos y a los hijos de éstos en una espiral sin fin de bostezos reprimidos y ojos que quieren seguir abiertos. La literatura nunca sirvió para nada mejor.
Érase una vez, en la lejana tierra de Hanau, Alemania, unos chavales aburridos de tanto invierno que empezaron a escribir historietas de hadas y brujas, de príncipes encantados y doncellas encerradas en altas torres. Jacob y Wilhelm Grimm devoraban libros y exhalaban fantasía en medio de una Prusia ocupada por Napoleón –tal vez el fiero dragón de muchas de sus fábulas- garabateando disparates y aventuras en un mundo que se ponía cada vez más serio.
Érase una vez, en la lejana tierra de los Estados Unidos de América, dos amigos, ambos autores teatrales, sentados frente a frente dándole vueltas a su siguiente proyecto juntos. James Lapine tenía que inventar una historia y Stephen Sondheim las melodías y las letras que la acompañarían. Y no se podían permitir un fracaso. De repente una idea, algo que nunca había hecho ninguno de los dos, componer una pieza basada en cuentos infantiles. Los cuentos de los Hermanos Grimm de toda la vida pero desempolvados y desordenados, como si sus protagonistas hubieran caído dentro de un caleidoscopio multicolor. Por fin dan con la idea que les engancha, una filigrana de historias entrelazadas sobre unos cuantos personajes perdidos en lo más profundo de un espeso bosque.
"Into the Woods" fue tomando forma a pesar de que sus autores no tuvieron muy claro lo que querían contar hasta casi finalizar el trabajo. Un musical que no iría dirigido a niños sino a adultos, o a niños muy espabilados para su edad, pero sin un arco de público demasiado definido, un riesgo que cualquier productor no se atrevería a correr. Las aventuras de Rapunzel secuestrada, Cenicienta huyendo del palacio, Caperucita acosada por el lobo feroz o Juan trepando por su interminable mata de habas no serían tan épicas como la de sus creadores tratando de sacar adelante tan ambicioso y original proyecto.
Necesitaron una idea central que funcionara como amalgama de los demás relatos, y así fue como al libretista se le ocurrió la historia de un panadero y su esposa que al no poder tener hijos pidieron a una vecina que les ayudara. Con tan mala suerte que la vecina era una bruja podrida de resentimiento que los utiliza para alcanzar sus propios propósitos. Adentrarse en el bosque y conseguir una vaca blanca como la leche, una capa roja como la sangre, unas trenzas rubias como el maíz y un zapato que brillara como el oro. Solo así podrían deshacer la maldición que pesaba sobre la bruja y por tanto la que ésta les mandó a ellos.
Ya está el planteamiento, ahora falta amarrar el complejo nudo que nos lleve al desenlace final. La pareja entra a la desesperada en una catarsis que les hará cruzarse con los personajes más variopintos, todos salidos de viejos cuentos que hemos leído mil veces y en los que siempre acaban “comiendo perdices”. ¿Perdices? ¿No había nada mejor que comer para celebrar el final feliz de tan extraordinarias aventuras? Siempre me extrañó que no comieran dulces o chocolate, hasta que un día averigüé que simplemente se trataba de rimar con “felices”.
¿Felices? Todas estas almas vagan por el bosque en busca de ese algo que les de la felicidad completa, sin saber los pobres que eso no existe. Todos son presos de sus deseos, sin saber que precisamente eso es lo que les acabará alejando de la felicidad. Cenicienta desea acudir al baile, Rapunzel bajar de esa torre y conocer el mundo, el príncipe encontrar a su amada, la bruja ser joven y bella otra vez… ¡Y finalmente lo consiguen! Bueno, un pequeño detalle, en realidad ese no es el final, es solo el fin del primer acto.
De eso va esta pieza maestra del teatro musical, de todo lo que sucede después del beso y el The End en las películas. Cómo sigue la vida, y cómo se apechuga con ese estado de plenitud total en realidad endeble como una enorme pompa de jabón. Alguien dijo que era más fácil lidiar con la desgracia que con la felicidad, porque en la desgracia siempre se está en el camino de salir de ella, pero cuando todo parece estar bien, cuando por fin hemos alcanzado lo que buscábamos, ¿ahora qué?
Los príncipes se aburren de sus princesas, las princesas se sienten decepcionadas con su vida en palacio, el joven trepador se cansa de tantos tesoros como encuentra y echa de menos su vieja vaca, la mujer del panadero se plantea tirarlo todo por la borda y fugarse con el príncipe… y el gigante que estaba dormido despierta y ruge recordando a todos esos pobres desgraciados lo frágiles que siguen siendo a pesar de haber logrado su sueño.
Érase una vez un muchacho de Wisconsin que soñaba con dirigir películas musicales, de esas con muchos bailarines y mucho claqué, grandes decorados, emociones y romance a más no poder. Y como buen americano que es alcanzó su sueño, y firmó"Annie", "Chicago" y "Nine", de calidad y resultados más que discutibles, por cierto. Hasta que por fin cayó en sus manos este nada sencillo proyecto. Montar la compleja cornucopia de historias y personajes entrelazados y estar a la altura de la partitura y el libreto originales… Ni siquiera la maldita bruja del bosque podría haber envenenado más la manzana que le tocó morder al director.
Y visto el resultado, y a pesar de estar pagada por la Disney –que puede ser mucho pesar- y de lo irregular del pulso del Marshall, "Into the Woods" consigue fascinarnos y emocionarnos, envolviéndonos en melodías e imágenes nada fáciles de olvidar. Y nos hace salir del cine como no salíamos desde hacía mucho tiempo después de ver un musical, con ganas de cantar, bailar y no abandonar la espesura de ese bosque encantado de letras y melodías mágicas.
Pero claro ¿quién querría irse de ese bosque siendo la bruja Meryl Streep? No solo ella, todo el reparto –con alguna excepción de apellido Depp, lo siento- se encuentra en absoluto estado de gracia, desde la Cenicienta Anna Kendrick (cómo canta esta chica!), hasta Daniel Huttlestone (el niño que hacía de Gavroche en la película "Les Miserables") escalando entre las habichuelas. No ponemos en duda el mérito de los actores y su buen hacer en el canto, considerando que en una película musical no se requiere la misma maestría que en el teatro, pero aquí es justicia descubrirse ante la labor del director. Sí señor, bien por Marshall, por fin logró su deseo.
Érase una vez un niño que volvió a ser niño la otra noche en la oscuridad de un cine, gracias a los Grimm, los Lapine, los Sondheim y los Marshall que siguen ahí para contarnos los cuentos que ya no nos pueden contar nuestros padres. I wish!