Karaokevisión, una posible salida de la crisis

Ignasi Vidal

Reconozco no haber visto la última edición del Festival de Eurovisión. Ni la última ni ninguna desde hace muchos años, tantos que si hago memoria tendría que remontarme a cuando era un niño para recordar algún momento frente al televisor disfrutando del famoso festival internacional de la canción.

La razón es bien sencilla: detesto el producto enlatado (musicalmente hablando, claro está. Me encantan el atún y los mejillones en escabeche) y desde hace años este concurso parece más bien un subproducto sacado de una discoteca ibicenca que un festival de la canción.
Reconozco también no haber escuchado con atención la canción de la última representante española en el festival. Digo con atención porque es imposible no haberla escuchado de “rasqui” pues la han puesto hasta en la sopa. Así pues, me reservo la opinión sobre dicha canción pues no viene al caso.

Lo que me llama poderosamente la atención de todo el montaje eurovisivo es la incansable fe que los medios de comunicación (tanto los serios como los de telebasura) depositan, año tras año, en la canción elegida para representar a España. Es encomiable la defensa a ultranza, que en algunos casos llega a la militancia ciega como si de un ideal patrio se tratara, independientemente de su calidad (la calidad, como se sabe, es algo relativo y siempre al gusto del consumidor) como si el orgullo de todo un país estuviera en juego.

Durante los días previos a la celebración del festival se hacen todo tipo de cábalas, pronósticos y se organizan debates que giran entorno a infinidad de detalles, algunos de los cuales nada tienen que ver con la música (en realidad casi ninguno) como son el vestuario de la/el representante, su simpatía, su “saber estar” y un largo etcétera de temas de lo más variados.

Incluso existen verdaderos expertos conocedores del festival, que además de ser enciclopedias andantes sobre temas relativos al mismo, conocen los intríngulis estratégico-políticos que por lo visto tiene el asunto.Estos señores aseguran que existe una corriente de colaboración entre países que hace que otros (como el nuestro) tengan más difícil alzarse con la victoria. Eso, en resumidas cuentas, es como decir que este concurso de la canción es un camelo. Ojo, no lo digo yo, lo dicen aquellos que conocen en profundidad el festival.

Llegados a este punto un servidor no comprende cómo año tras año, la ilusión que despierta nuestro/a representante entre un amplio sector de la población se convierte en amarga decepción una vez finalizado el evento con un nuevo “fiasco” de la canción patria, puesto que se sabe de antemano, porque así lo dicen los expertos eurovisivos, que los votos entre países se otorgan en función de las simpatías que sienten unos y otros. Luego, ¿dónde está la sorpresa? Realmente da igual con qué canción acudan los países participantes, lo importante es llevarse bien con el vecino de modo que te otorgue el máximo de puntos en su tanda de voto.

Por suerte, la salud de la música de este país no depende de este concurso y mucho menos nuestro orgullo patrio, si es que alguna vez lo tuvimos y no vale como ejemplo el gol de Iniesta en la final del último mundial de fútbol. Otra cosa es que nuestras aptitudes competitivas se presten más para la competición deportiva que al mundo de la canción.

Sin embargo hay algo que, en mi modesta opinión, contribuye decisivamente a desvirtuar el evento mucho más (y ya es decir) que el consabido tongo de los votos entre países “amigos”. Si uno ve imágenes de las ediciones del festival de hace treinta o cuarenta años, se ve y se escucha con claridad, además del/la cantante, a una orquesta más o menos amplia con su correspondiente director. Esto contrasta claramente con lo que sucede en las recientes entregas del festival pues las orquestas han sido sustituidas por la música enlatada. Posiblemente esto abarate el coste del evento en cuanto al gasto que se hacía antaño en músicos (contribuyendo así a generar un poco más de paro) y hasta tal vez garantice unos cuantos vatios más en lucecitas y bombillas o algún que otro escenario giratorio para deleite de los más sordos, pero tal vez haya otros muchos, aficionados a la música, que vean poco atractivo o incluso “cutre” escuchar a los cantantes poner su voz sobre una base pre-grabada. Así nadie puede culparles de considerar el festival de Eurovisión como un gigantesco Karaoke con un cierto toque de pasarela de moda, cutre también. En fin, que visto desde esta óptica, el festival bien podría cambiar su ya añejo nombre y pasarse a llamar Karaokevisión.

Pensemos en las ventajas que esto aportaría:
Nadie se sentiría engañado ya que en el fondo un Karaoke funciona igual que el festival en cuestión y además valdría la pena valorar el posible beneficio que podría suponer este cambio de nombre para la maltrecha economía europea ahora que el los gobiernos occidentales van en manada a Pekín a pelotear al “democrático” régimen chino, pues de todos es sabido la afición que tienen por aquellas latitudes por el asunto del Karaoke y por ello quién sabe si al gigante asiático le hiciera gracia invertir unos milloncejos de yuanes por aquello del interés público (del suyo, claro).

Señor Rajoy, antes de seguir destruyendo la sanidad y la educación públicas ¿por qué no considera esta opción para intentar salir de la crisis?
Aunque no sé, tal vez nos daríamos cuenta que a los chinos el Karaoke sólo les gusta cuando están de copas en un bar algo “piripis” y no convierten en asunto nacional un simple concurso que encima tiene “tongo” (y no lo digo yo, repito)

P.D. : Quede claro mi respeto hacia todos aquellos/as que participan o participaron en este festival (Dani no te enfades, ya me conoces) inclusive el tal “Chiquilicuatre” (creo que se escribe así) y sobre todo quede claro mi respeto hacia el pueblo chino (cuando digo pueblo excluyo, claro está a su gobierno)

Salud amigos.
 

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