"Apoteosis" es una palabra griega que viene a significar algo así como "Conversión en Dios". La memoria humana, inteligentemente selectiva, se ha quedado con la fiesta que los romanos organizaban cada vez que elevaban a la divinidad a uno de sus emperadores y por eso hoy la palabrita tiene un innegable componente de jolgorio. Religioso, pero jolgorio. Es esta vertiente fiestera del término la que le hace merecedor de aparecer en el título del espectáculo que Berto Romero, con su compañía El Cansancio y el guitarrista Iván Lagarto, presenta estos días en el Teatro Compac Gran Vía de Madrid: "La apoteosis necia". La segunda parte de la ecuación, que también tiene raíz griega, no merece explicación. Todo el mundo tiene un necio, o incluso a varios, en su vida. Es un sector lamentablemente impermeable a las crisis.
De todos modos, lo de la apoteosis no pierde del todo su componente religioso en el divertidísimo espectáculo de Romero. Jesucristo hace muy pronto su aparición. Él (y no es un chiste la mayúscula) puede ser considerado la primera "víctima de la apoteosis", así que su aparición no es cosa de nada. De hecho, Berto tiene una cierta admiración por él. No se entiende de otro modo, si no, que trate de imitarle y, sobre todo, que consiga un magnífico resultado. Así como Jesucristo multiplicaba el pan y los peces o tornaba en vino bueno el agua clara, así Berto convierte un escenario desnudo, unas pocas imágenes y un cuadro de focos en el contexto de una catarsis. La de la risa. La grandiosidad en lo sencillo. Un espectáculo de humor potente y sin desfallecimientos con las solas armas de la palabra y un poco de música. Son los milagros de la inteligencia.
Porque Berto es inteligente, aunque intente despistar al personal con ese "necia" del título. Hay que ser inteligente para ponerse hereje y comparar/acompasar la historia propia con la de Jesús. Hay que ser inteligente para tomar entre las manos una infancia, una adolescencia y un presente, destrozar la convencionalidad en ellas y convertirlas en algo diferente, en un orbe absurdo y socarrón, del que todos nos sentimos externos pero en el que todos nos vemos ligeramente identificados. Hay que ser inteligente para tomar a tu madre, a tu padre y a tu abuela, a su médico de cabecera, a una horda de ancianos y a tu primer jefe y ponerlos a danzar en una historia de humor vitriólico y ligeramente melancólico. Hay que ser inteligente para hacer de noventa minutos, hábilmente estructurados en tres bloques, un túnel de la risa sin descanso. Hay que ser inteligente para fingir tan bien la necedad.
La música entra en el espectáculo sin un chirrido. El guitarrista Iván Lagarto toca la guitarra, y la toca bien, para vestir de melodía las canciones inconfundibles de Berto, una de sus especialidades. En ellas, además de un absoluto dominio de su garganta como instrumento (huella quizás de su paso por la radio), se observa la característica fundamental de su trabajo cómico: la gestión magistral del anticlímax. La manera maestra de juntar un verso bello y una palabrota, sin que la sensiblería crezca demasiado y lo chabacano se ponga a bailar. En cierto modo, su función es un elogio del talento. Hay que ser inteligente hasta para hablar de Jesucristo y su paloma. Un cómico tiene que ser inteligente para despedir un espectáculo con una alegoría apoteósica y conseguir que ésta no parezca sino un spoiler de su futuro.