La aventura de volar

Ignasi Vidal

Son las nueve de la mañana y voy camino del aeropuerto de Sevilla dentro de un taxi. El día invita más bien poco a abandonar la bellísima y amada ciudad del Guadalquivir, pues es justamente en los últimos compases del invierno cuando este lugar, en días soleados como hoy, presenta su aspecto más cautivador.

El trabajo es el trabajo. Debo estar en Barcelona para la función de las ocho.
Al llegar al aeropuerto, empieza mi particular vía crucis. En primer lugar odio volar. Ninguna de las teorías que durante años me han ido exponiendo respecto a la seguridad del avión como medio de transporte me convence. Soy capaz de entenderlo, eso sí, pero mi instinto más ancestral, mi atavismo de serie, me impide razonar con serenidad, especialmente cuando las puertas del avión se cierran. La cuestión es que esto me sucede de una forma casi imperceptible para el que no me conozca y en ocasiones hasta puedo pasar por un amante de este tipo de transporte si se me coge con buen humor y la compañía adecuada (no la aérea, por supuesto).

Sin embargo, de un tiempo a esta parte, el sentimiento que experimento al entrar en un aeropuerto no es precisamente de miedo, sino de agobio constante.

Los que viajamos semanalmente embutidos en un avión, debemos superar previamente la exigente prueba que representa conseguir un billete a buen precio a través de la red. Cuando uno se sumerge en las páginas de las compañías aéreas o de las agencias de búsqueda de vuelos, debe afinar bien el tiro y no caer en las innumerables trampas que estas avispadas empresas tienden para incautos, a través del equívoco, para exprimir un poco más los bolsillos de los usuarios.

El mayor tahúr en este tipo de trampantojo, aún siendo legal (claro ejemplo de que a veces lo legal difiere de lo justo), podríamos decir que se trata de una compañía de origen Irlandés que opera en nuestro país. Estos se llevan la palma en cuanto a trampillas se refiere. Constantemente, el usuario debe ir rechazando las innumerables ofertas de seguros de accidente, de anulación, de envío de mensaje al móvil, de coche de alquiler… y así un largo etcétera. Te llegan a cobrar por elegir un asiento (si llamamos a las cosas por su nombre, lo justo sería llamarle a esas posaderas, taburete con respaldo).

Pero con todo, en este proceso para la pesca del billete más económico, lo peor es el precio del propio billete. Así pues, billetes que son presentados como gangas, al finalizar el proceso de compra, en algunos casos pueden llegar a incrementar su precio en un 50 o 60 por ciento, dependiendo de las volubles e innumerables tasas, y a esto hay que añadirle el remate final, que no es otro que la injustificable comisión que le "levantan" al usuario por el pago con tarjeta, en una virtual y nueva modalidad del conocido juego del "egipcio" (pasatiempo muy extendido entre nuestra clase política en su versión más clásica).

Vuelvo al aeropuerto.

Al acercarme al primer control empiezo a sentir un injustificado complejo de delincuente compartido en general con todo aquel que tiene que soportar la vejatoria experiencia de pasar por el control de vuelo.

En las sofisticadas y modernas democracias occidentales, el derecho a la presunción de inocencia que todo ciudadano, sea de donde sea, posee, hace injustificable la selección a ojo a arbitrio de los responsables de la seguridad de los aeropuerto a la hora de determinar qué pasajero puede ser sospechoso de tener intenciones terroristas. Es lógico, puesto que esto podría llevar a una indeseable selección de sospechosos marcada por la raza o el aspecto. Es seguro, que, con razón, se elevarían todo tipo de protestas respecto la denigración de ciertos colectivos por razones claramente racistas o culturales.

La "democrática" solución a la que se llegó por parte de las autoridades (eufemismo utilizado para denominar a los que tienen la sartén por el mando) sin duda influenciada por los atentados del 11-S, es que todos pasemos el riguroso control antes de subir a un avión. De esta forma, en apariencia tan sutil, nos convertimos todos en sospechosos de terrorismo, mandando al traste nuestra legítima presunción de inocencia, aun cuando ninguno de los que tengan intención de viajar tenga el más mínimo conocimiento de como se utiliza una bomba (a menos que no hablemos de las inofensivas pero molestas bombas fétidas que todos, el que más o el que menos, ha hecho estallar en el patio del colegio. Si alguien no lo ha hecho pasados los dieciocho, por favor que no lo intente pues carece totalmente de sentido hacerlo en edades adultas, resultando escandalosamente ridículo) o sea absolutamente indemostrable la intención de hacer estallar una en un avión.

En realidad como no existe delito si no hay acción que lo demuestre, todos somos víctimas de una tremenda y detestable injusticia.

Una señora con uniforme, poco amable (cómo no) nos indica a todos los sospechosos de terrorismo, que vaciemos los bolsillo de objetos metálicos, nos quitemos los cinturones, collares, pulseras, gafas (todo el mundo sabe que la pata de una gafa es un lugar muy frecuente donde se esconden explosivos) chaquetas… En fin, todo lo que sea sospecho, es decir, todo, debe ser depositado en las bandejas talegueras de plástico.
La sinrazón hace que la eficiente agente uniformada me invite a sacarme el jersey abotonado que llevo puesto. Es decir, la experiencia debe indicar que un jersey abotonado es mucho más sospechoso que uno normal sin botones.

Entonces, a los que tenemos la imprudente y sospechosa costumbre de llevar botas, se nos invita a sacárnoslas y depositarlas también en las bandejas talegueras. Una amable pareja de más de setenta años que va delante de mí en la cola del crematorio, perdón, del arco de metales, que parece no muy versada en controles aéreos, no se percata de las indicaciones de la uniformada y es entonces cuando, la susodicha agente que vela por la seguridad de todos, le dice en un tono no muy amigable a la anciana pareja despistada, que la señora debe descalzarse. La pobre señora, que no entiende nada, empieza la operación. Su marido apenas puede sujetarla y soy yo el sospechoso que la ayudo a mantener el equilibrio mientras se saca esas dos sospechosas armas de destrucción masiva que lleva en los pies, de ante gris con poco tacón y caña alta.

No sé si a los demás sospechosos que estamos en la fila de control les pasa, pero yo, conforme me voy acercando al detector de metales me siento más delincuente, hasta el punto de pensar que si yo fuera agente de la seguridad, detendría sin dudar a un tipo con mi aspecto.

Paso el arco. "¡No puede ser! ha sonado" Un señor alto uniformado con cara de pocos amigos, pues puede que se encuentre ante un terrorista suicida, me indica que vuelva a hacer la misma "operación" (me lo dice con esas palabra) .Vuelvo. Vuelve a sonar y me pregunta si llevo algún objeto metálico escondido, pero en el tono que utiliza parece que me pregunte "¿lleva usted alguna bomba, pistola o metralleta escondidos en alguna parte?" Le contesto que todo está en la bandeja. Entonces me pasa un detector de metales (también se lo había pasado a la pareja de ancianos sospechosos, que, desde luego, tenían un aspecto de lo más amenazador) y descubre que lo que suena son los herrajes de mi pantalón tejano.

Entonces veo que un compañero de este sagaz agente, se pone un guante de látex y me llama (si me dice que me baje los pantalones estoy dispuesto a perder el vuelo).
Uff, no era eso lo que quería el agente. Lo que quiere es que abra mi bolsa. Hago lo que me indica y entonces, ¡bingo! el agente que vela por la seguridad de todos, encuentra el indicio de un posible delito contra la seguridad aérea (para eso le pagan). Con la mano enfundada en el guante de látex saca de mi sospechosa bolsa una pequeña botella. Le digo que es un jarabe para la tos y que no lo introduje en la reglamentaria bolsa para estos casos (parece ser que un líquido explosivo no puede explotar dentro de una bolsa de estas de los aeropuertos) porque no me acordé que lo llevaba. El hombre, con cara de pocos amigos me informa que deberé dejarlo en el control (es increíble que en las farmacias se atrevan a vender semejantes artículos peligrosos para la seguridad de un avión).

Un apunte. Un interesante libro que leí no hace mucho llamado "Superfreakonomics" decía que los estudios demuestran que una persona tiene una posibilidad entre un millón de morir en un acto terrorista en un avión. Informaba también que a pesar del incalculable gasto que las administraciones destinan a la seguridad aérea, en Holanda, por poner un ejemplo, no se pudo impedir que un loco suicida intentara inmolarse dentro de la cabina de un avión, cosa que no consiguió al no poder activar la carga explosiva que llevaba adherida en los tacones de los zapatos. Es decir, que la experiencia demuestra que los millones empleados en seguridad no sirven (como lo demuestran también los dramáticos atentados del 11-S) para evitar estos terribles actos. El éxito en estas medidas se encuentra en la falsa sensación de seguridad que los usuarios perciben. Razón por la que deciden coger el avión. Tal vez si la sensación de seguridad por parte de los usuarios fuera menor, el impacto económico derivado de la pérdida de clientes sería mayor que el gasto en seguridad. Interesante manera de verlo.

Ya me encuentro fuera de la zona de sospechosos. Me uno a la cola para embarcar con mi tarjeta de embarque que debí imprimir antes de venir para que no me cobrasen los cuarenta euros que te cobra la compañía a la que aludía más arriba por la impresión en el aeropuerto (por lo visto esta compañía utiliza un papel que se fabrica con oro).

Y entonces, viene el esperpéntico drama del equipaje de mano. Las empleadas de la compañía aérea de marras, como sabuesos, buscan bolsas de mano sospechosas de ser más grandes de lo permitido según su particular criterio corporativo. Para ello utilizan un recipiente en donde introducen la bolsa que a priori podría exceder los límites. Si cabe, no hay problema pero si no, automáticamente uno debe dirigirse a la zona de facturación y facturar la bolsa con el consecuente incremento en la tarifa de vuelo. Esta compañía aérea no pierde la más mínima ocasión de arañar unos eurillos más, aunque a esto se han apuntado ya casi todas las compañías piratas, perdón aéreas, al ver la docilidad con la que aceptamos los usuarios tales abusos.

Me siento en la posadera con respaldo rígido que encuentro libre. Sé que va a ser imposible dormir durante el trayecto por las innumerables llamadas por microfonía que esta compañía hace ofreciendo productos de todo tipo. Hasta cigarrillos sin humo venden. Por ello decido sacar de la bolsa el libro que me estoy leyendo, "La década que nos dejó sin aliento" del genial Juan Eslava Galán (pronto escribiré un post sobre este maravilloso libro) e intentaré leer si el vuelo no me regala algún sobresalto debido a las turbulencias.

Ahora me doy cuenta de una cosa. Desde que al entrar en un aeropuerto, se apodera de mí el "acojone" por lo que me deparará el control de vuelo como sospechoso, he conseguido superar la desagradable sensación de miedo que se apoderaba de mí ante la expectativa de subirme en un avión.
No hay mal que por bien no venga.
Ahora solo falta que consiga no ponerme de mala leche ante el expolio, disfrazado de ofertas increíbles, al que nos someten las compañías aéreas permitido por los que tienen la sartén por el mango.

Bueno, espero estar esta noche sobre las tablas del BTM

Salud amigos

P.D. He dejado para otro día la mezquina y generalizada costumbre de los taxistas sevillanos (pocos se salvan y aseguro que utilizo este servicio cada semana) que ostentan el monopolio de la parada del aeropuerto (monopolio ilegal conocido y permitido por las autoridades) por cobrarte de más a pesar de tener las tarifas debidamente estipuladas para las carreras del aeropuerto a la ciudad.

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