Las ‘peleas de gallos’ en las que los raperos se encumbran o se hunden para siempre en sus rimas evidentes no son nada nuevo. No me refiero a los infames ‘juegos florales’ a los que en España fuimos tan aficionados durante un tiempo, pero supongo que esos también sirven como antecedente. Me refiero al gusto de los griegos clásicos por darle a la confrontación intelectual forma de tapiz de discursos: muerte, amistad, vejez. Y amor, claro. Al amor está dedicado el más famoso diálogo de Platón, “El banquete” y de esa obra parte “El banquete” que Teatro de Cámara Cervantes sirve los viernes de este mes en Nave 73. Es un montaje de magnífico acabado, dirigido soberbiamente por Sonia Sebastián y escrito por cinco dramaturgos (para seis personajes) a los que María Velasco se encarga de dar coherencia. En él, la reflexión y el hedonismo son brillos de una misma copa. Beban.
He dicho que este banquete parte del banquete de Platón, y es cierto porque no lo adapta. El diálogo del griego ofrece la situación, la fiesta organizada por Agatón para celebrar su triunfo literario, la mayoría de los personajes y, en definitiva, la idea de verlos filosofar entre efluvios de todo tipo. Pero la dramaturgia de María Velasco le da a la obra desarrollos propios: no es sólo que se prescinda de algunos personajes, como Pausanias o Erixímaco, se le dé la vuelta a otros, como a Alcibíades o se incluyan nuevos, como Lin. Es también que se genera entre los personajes una mecánica desenfrenada, divertida, libidinosa que sólo es esas cosas aparentemente; lo que hay en realidad es un combate. Ése elemento es lo que más me gusta del conjunto, pues trae al hoy los textos mucho más que el vestuario o los giros lingüísticos contemporáneos (por cierto, acertados e integrados casi siempre).
La música y la voz en directo de María Ordóñez son el tambor del revólver que decide quién comienza y quién sigue con los discursos. Son seis, y pueden disfrutarse en su individualidad. Puede uno tomar partido por ellos y estoy seguro de que cada persona en la sala eligió uno para identificarse. Identificarse no es otra cosa que darse identidad. Pero son también seis discursos que puede entenderse como un todo. ¿Qué todo? El proyecto o la intentona, más o menos cínica, más o menos amable, más o menos dolorida, de aprehender lo que se escapa de las manos y las venas. Querer atrapar lo inaprensible genera mucha frustración, y por eso cada uno de los personajes se desliza poco a poco en la borrachera de su vino y sus fracasos. El reparto al completo hace un gran trabajo al encontrar la exactitud para la variada gama de lo beodo que los personajes exigen.
Volviendo a la carne del montaje, los discursos, está el amor de mitades de Aristófanes, escrito por Anna Rodríguez Costa e interpretado por Carlos Lorenzo. Es un bello recorrido mítico por nuestra incompletitud o la explicación de que, al final, sólo somos un costurón en busca de otra cicatriz. Está el amor apresado de Fedro, escrito por Elena Lombao e interpretado por Natalie Pinot, el ansia de escapar de las definiciones viejas, que tornan en grillete lo que debería ser vendaval y loco albedrío. Loco albedrío quiere también el amor de Agatón, que María Velasco escribe y Julio Rojas actúa, amor como una piñata, llena de caramelos… o de envoltorios. Lin, Alberto Conjero/Huichi Chiu, la esclava china, no habla de amor porque no lo conoce, y hay mucho mensaje en su brutalidad exótica. Es algo así como si nuestros jarrones contasen nuestros secretos más escondidos.
El núcleo más núcleo, en todo caso, es la tensión entre Sócrates y Alcibíades, que dan los dos últimos discursos. Para el final queda una verdad, la de los amores del viejo y el joven, que se atacan como dos piezas de tetris: hace un instante encajaban, un instante después ya no. Sergio Martínez Vila escribe a Sócrates, con el que Miquel Insua hace el mejor trabajo de todo el reparto. Habla del amor como deseo de uno mismo en todas las cosas, pero es demasiado viejo, demasiado sabio y demasiado irónico como para terminar de creerse a sí mismo. Alcibíades , Alberto Conejero pone la letra y Aarón Lobato la piel, en cambio, es tan joven que todavía cree y fracasa. Habla de dolor, de olvido, de rechazo y les pregunta a los demás si no han sentido nunca ese aguijón. El más dolido, les desenmascara: abjuran del amor porque no pueden escapar de él.