El día que yo vi “La piedra oscura”, o sea ayer 20 de enero de 2015, la Sala de la Princesa del Teatro María Guerrero de Madrid estaba llena de jóvenes. Eran los alumnos de la asignatura de Literatura de algún instituto de Madrid (lo pregunté), y estaban allí porque la inteligencia de algún buen profesor o profesora creyó que la obra escrita por Alberto Conejero y dirigida por Pablo Messiez les iba a acercar mejor que otra cosa a la historia, el asesinato y el legado de Federico García Lorca. A los chavales les costó centrarse, inquietados por la presencia inmóvil de los actores Daniel Grao y Nacho Sánchez en escena, antes de la representación. Pero en cuanto empezó la función, no se oyó un murmullo más. Al acabar, aplaudieron de pie, todos conmovidos y algunos llorando. A mí, sin filosofías, me parece que eso es el teatro. Como me parece que su aplauso llenará más a los artífices de esta joya emotiva que cualquier cosa que pueda escribir yo o cualquiera. Así es como debe ser.
En la historia de ese Rafael Rodríguez Rapún, amante de Lorca y guardián de su último secreto y en su diálogo con Sebastián, su centinela traumatizado, la escritura bella, fluida y poética de Alberto Conejero venía a servir, además de una aproximación original al homicidio de Lorca, emblema de barbarie y de heridas aún por cerrar, un drama robusto sobre el destierro de la humanidad que supone una guerra y sobre la capacidad que hemos de hallar para volver siempre a nuestras virtudes mejores. El aplauso de los jóvenes me pareció especialmente bonito porque daba carne de realidad a varias de las ideas capitales del magnífico texto escrito por Conejero: la supervivencia imprescindible de la alegría, la necesaria conversación de los seres humanos, el tú a tú de los hombres como disolvente del olvido y también del fanatismo.
En la actuación de Daniel Grao hay verdad y hay sensibilidad. Compone un Rafael herido, capturado y sentenciado, pero aún así vivificante por su capacidad para la ilusión, por su confianza en que el futuro que él no verá será un poco mejor si cumple su promesa. El actor vuelca en ese personaje toda la humanidad que necesita. Nacho Sánchez, por su parte, tiene entre manos un reto interpretativo mayúsculo. Su Sebastián es un joven sumido en la devastación, cuyo pasado le taladra la cabeza y le erradica cualquier posibilidad de felicidad. Hasta que vuelve a ser humano, al contacto con la humanidad de Rafael. El actor no sólo supera la prueba, sino que destaca con una actuación notable y llena de promesas: la potencia con que interpreta el parlamento inicial, con los ojos cerrados, es magnífica. Préstenle atención.
La lágrima, el nudo o el escalofrío de cada uno de los que estábamos en la platea ayer era sincero, porque sincero había sido su camino hasta el exterior: la dirección de Pablo Messiez prescinde de cualquier maniobra sentimentalista y sabe leer tanto la cadencia como la limpidez de un texto que pide primer plano y sólo primer plano. Por eso la palabra, el diálogo de los actores, está en el corazón mismo del montaje y nada hay que interfiera en su limpieza ni en su eficacia. Ni siquiera esa sucesión de muros herrumbrosos de la idónea escenografía de Elisa Sanz, esos muros como supurantes de tragedias. Por eso no me cupo duda de que la ovación turbada de esos jóvenes estudiantes estaba certificando, espontánea y bellamente, la apuesta de “La piedra oscura” por la supervivencia de la palabra como instrumento de esperanza en el futuro.