La penúltima estación de Gerardo Vera fue la dirección del Centro Dramático Nacional. Allí estuvo hasta 2011, cuando le dieron puerta o se la dio él. Lo había hecho todo ya, y podría haberse quedado disfrutando la sombra calma de los experimentados. Pero no: se revolucionó a sí mismo, como tantas veces antes. Cogió aire trabajando más y se apuntó a Grey Garden. Es una productora, y tiene un objetivo de todo menos complaciente: conciliar calidad y taquilla. ¿Revolución utópica? Ya veremos. De momento, han levantado “Maribel y la extraña familia” en el Teatro Infanta Isabel de Madrid y al montaje, todo acierto y comicidad, lo va la gente a ver. A pesar del verano.
La enésima revolución personal de Gerardo Vera tenía que concretarse en algo especial, y “Maribel…” lo es. Querido mucho por Miguel Mihura como su trabajo más acabado, el texto contiene todos y cada uno de los indicios que señalan a don Miguel como el renovador, qué digo, el revolucionario, del teatro cómico español: la travesura semántica, la aceleración rítmica, el fondo satírico y las briznas de absurdo. “Maribel y la extraña familia” no tiene revolución, pues, sólo por la parte de Vera; también por la de Mihura. Lo mejor es que no lo parece: el Madrid pintado de gris de los cincuenta, un chico de pueblo, una chica avispada, dos viejas y tres putas. ¿Subversivo, eh? Pues sí.
Marcelino (muy acertado Markos Marín en los pliegues inocentones y pesarosos de su personaje), epítome de pueblerino, conoce a Maribel en un burdel (o casi). Se enamora porque tiene ganas y Maribel (sobresaliente Lucía Quintana) le sigue el rollo, que para eso es lo que es. Pero Marcelino va rápido, que le pesa un pasado que olvidar, y pronto la mete en casa para presentarle a su madre Matilde (tiernísima Sonsoles Benedicto) y a su tía Paula (que Alicia Hermida interpreta con brillantez simpática). Maribel modernamente alucina, pero poco a poco le engolosinan el trato fácil y el candor de la familia. Se aleja poco a poco del oficio, mas es férrea la fraternidad de las prostitutas, y le cuesta desprenderse de tres amigas, que le quieren romper el sueño, aunque con buenas intenciones: son Rufi, Pili y Niní (garbosas Elisabet Gelabert, Chiqui Fernández y Macarena Sanz).
La dirección perfecta en tono y tiempos de Gerardo Vera, la escenografía elegante y vaporosa de Alejandro Andújar o las coreografías de Chevi Muraday, junto al buen trabajo interpretativo que he espigado/explicado en el párrafo anterior acaban por redondear una comedia fina, sólida, saboreable. E insisto, revolucionaria. No sólo por quién la escribió y por quién la ha montado; también por su tema. Entre suspense y despreocupación, desliza una lección valiosa e insurrecta: que la revolución personal es la única revolución válida. Así Mihura y su vida volcada en la escritura; así Vera y su pasión inasequible por su oficio. Así Marcelino y Maribel, víctimas y artífices de la mayor revolución personal que existe: el amor, al que siempre importa más el futuro que el pasado.