Hay momentos puntuales en los que el teatro recuerda cuál es su tuétano, o todo lo que es necesariamente cuando no es todo aquello que no necesariamente es. Parece un trabalenguas pero no lo es: hay momentos en los que el teatro recuerda que el teatro es contar historias. Bonitas o feas, bien o mal escritas, profundas o ligeras…da igual: lo importante es contarlas. El jueves, en el estreno de “Lifting”, la obra que han escrito y dirigen Félix Sabroso y Dunia Ayaso en el Teatro Infanta Isabel de Madrid se dio uno de esos momentos. Se dio gracias a la actriz Miren Ibarguren. En dos escenas, le dio la vuelta a la obra y al teatro. Provocó, lo ví y lo viví, que el público se incorporase de la butaca, que se inclinase a un tiempo hacia delante, que la mirara fijamente, ansioso de verla con más detalle. Provocó esa suspensión del tiempo de la que los grandes tienen llena la maleta. En dos escenas, fabricó el reino de su frescura y rompió la jerarquía premeditadamente horizontal del reparto compuesto por Josele Román, Elisa Matilla y Pepa Rus.
Las tres están bien, hay que decirlo. Aciertan en todo momento con esa mezcla desigual de serenidad e histeria que los autores de “Lifting” atribuyen a la mujer contemporánea y cumplen a la perfección con el juego irónico y descarnado (como el vestuario diseñado por David Delfin) que la obra propone al espectador. Pero hay dos escenas, las dos que yo considero fundamentales en el montaje, que literalmente se come Ibarguren con su flexibilidad vocal, con su inteligencia gestual, con su soltura improvisadora. Con una vis cómica intensamente trabajada y conocida para el público, que en este punto da un salto cualitativo. En esos dos gags, de los que no voy a darles otro detalle aparte de que en conjunto suman alrededor de diez minutos (¡sólo diez minutos!), quedan definitivamente planteadas tanto la nuez temática como la formal de la obra: la pregunta que lo mueve todo es ¿hasta qué punto la apariencia, y la obsesión con ella, nos difumina la identidad?; el combustible que sostiene el movimiento es un humor descerrajado y combativo.
“Lifting” puede ser leído y presenciado como un texto feminista, pero no en un sentido heroico sino amargamente real: las mujeres que lo protagonizan están más perdidas que otra cosa, y la lucha que entablan contra su circunstancia tiene demasiada suciedad cotidiana como para ser idealizada. Lástima que al montaje le falle la estructura, dispersa en casi una veintena de escenas vaga o nulamente conectadas entre sí, porque parece adivinarse en la electricidad de los diálogos y en el vitriolo del humor, mejor cuanto más canalla, el fuste suficiente para elevarse en un texto que habría sido rotundo si hubiese extremado sus virtudes y que sin embargo se queda bailando en la baldosa de la corrección. Sabroso y Ayaso, con todo, tenían como objetivo fundamental el divertimento y ése se consigue sin duda, en una obra ágil de mente y piernas, capsulada en pequeñas dosis de veneno no letal pero bastante cabroncete. Ideal como sesión de esa psicoterapia que es la risa.
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