Los Miserables: formas de mejorar un clásico

CRÍTICA: Tercera temporada en el teatro Victoria de Madrid

Es una versión adaptada
Estuvimos viendo el clásico de Víctor Hugo que tiene tanto éxito como la versión en la gran pantalla.

"Los Miserables" es un novelón romántico que Víctor Hugo publicó en 1862. Como todo buen novelón romántico, dicho sea esto con todos los respetos, abarca demasiadas tramas, contempla a demasiados personajes y conecta a unos y a otros con broches de mucho ingenio. Siempre he pensado que la profunda reflexión sobre la ética y la justicia que la obra contiene sería mucho más potente desprovista de tanto juego de artificio, pero buenas horas son ya para proponerle cambios a monsieur Hugo. El caso es que "Los Miserables" tiene consideración de clásico, y más le vale a cualquiera mover afirmativamente la cabeza cuando le pregunten si lo ha leído. Como todo clásico, contiene una ventaja y una desventaja: por un lado, que es un texto contrastado y, por lo tanto, una apuesta segura; por el otro, que es tan amplio como un bosque, y resulta difícil no perderse narrativamente en él. Ese desafío es el que supera excelentemente la versión de "Los Miserables" que se representa en el Teatro Victoria de Madrid, la primera que se hace para teatro no musical. Es una versión adaptada, coreografiada y dirigida por Paloma Mejía y ejecutada por la compañía cubana Máscara Laroye.

Se trata de un montaje excelente y maduro, al que se le notan las tres temporadas ininterrumpidas que lleva sometiéndose al escrutinio de público y crítica. Si he hablado antes del reto que supone impedir que la trama se deslavace en mil vericuetos, he de mencionar ahora la herramienta con que Paloma Mejía lo supera: la economía narrativa. Su magnífico uso de la elipsis (que es un arte complejo), una idea depurada del ritmo y una enorme sensibilidad le permiten transmitir, sin avasallamientos y sin ausencias graves, la historia de Jean Valjean, el hombre que persigue durante toda su vida una redención esquiva, y la de los personajes con los que se cruza en su alegría y su desgracia: Fantine, Cosette, Marius, el inspector Javert, los revolucionarios de Junio de 1830… Esa épica de la miseria que la obra de Víctor Hugo ejemplifica a la perfección llega al espectador, a pesar de la distancia temporal y moral, con la vibración y la emotividad justas, en el sentido de perfectas. En la obra concebida por Mejía hay mucha inteligencia escénica, que se observa en la utilización de la profundidad de escenario y en la superposición de planos, aunque los elementos de danza no terminan de cuadrar cuando aparecen.

Otro de los valores del montaje son las interpretaciones. Rey Montesinos da cuerpo notablemente a un Jean Valjean que viaja del salvajismo a la bonhomía, sin que lo abandone esa tensión de espíritu que provoca el eterno retorno del pasado. Silvia García, por su parte, brilla en el registro desgarrado de una Fantine condenada a la perdición y construye una Cosette joven cuyo espíritu ha permanecido inexplicable y maravillosamente a salvo de la ruina. Montse Peidro y Moiset Pacheco encarnan con el descaro y la frescura necesarios a los Thenardier. Fidel Betancourt también acierta a encontrar la calidez amorosa y el fervor revolucionario entre los que se debate su personaje, Marius. El resto de la compañía, con Gerardo de Pablos y Gabriel Buenaventura, entre otros, componen el elenco de personajes secundarios que, en esta obra, son los trazos con los que Victor Hugo dio forma a su retrato de una época.

En el apartado técnico, nada desmerece a lo que ya he dicho. Decorados sencillos utilizados de manera inteligente consiguen ambientar siempre la escena o logran transiciones armonicas. La utilización del patio de butacas no sólo permite a los espectadores vivir la representación casi desde dentro, si no que añade un plano más a la escenografía y le da un notable uso dramático. No es la superproducción hollywoodiense que puede verse en los cines, pero a mí me ha gustado más. Merece la pena acercarse a verla.

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