Hace unos días, me encontraba sentado en la terraza de “Els Tres Tombs” en mi barrio de Barcelona, frente al mercado de Sant Antoni. Realmente ya no sé si es mi barrio, pero lo fue durante muchos años, los primeros veintinueve de mi vida, más o menos. Me senté y pedí un café. Estaba esperando a un amigo de Madrid que estaba de paso por Barcelona. Me llamó la atención el hecho de que este viejo bar mantenga aún a algunos de sus antiguos camareros, muchos de ellos de la época en la que yo empezaba a asomar la cabeza por este mundo, cosa que acentuaba más la ausencia del proverbial Emili, camarero de oficio, estrella indiscutible del lugar, hombre que parecía tener todas las respuestas a cualquier enigma que se le planteara, respuestas todas, claro está, propias de la inteligencia que desarrollan los coyotes de la calle, los universitarios de la acera y que podríamos resumir en la frase “va… total al final todos vamos al agujero”… y es que el bueno de Emili, cuando yo era un mocoso con aires de estrellita del Rock, debería rondar ya los sesenta.
Allí sentado me tocaba la rodilla derecha porque de un tiempo a esta parte siento unas molestias que a veces me impiden andar con normalidad… tendré que tomarme en serio las recomendaciones de mi médico y es que algunas veces estas molestias son algo más que eso.
Entonces me vino a la memoria una tarde en la que estaba allí sentado, seguramente en el mismo sitio que ocupaba ahora, veintiún años antes. Junto a mí se encontraban mi amigo y bajista de mi banda, llamada A media distancia, Dani Peña, que ahora me acompaña en la orquesta de Poker de Voces y la vieja estrella de la canción, Mike Kennedy, de Los Bravos.
Los Bravos, para quien no lo sepa, eran una banda de Rock and Roll española que será recordada por haber conquistado el Reino Unido con su super single Black is black allá por los sesenta y cuyo lider Mike Kennedy tenía una asombrosa voz que nada tenía que envidiar a la del mismísimo Robert Plant.
Mike Kennedy solía frecuentar el clásico café barcelonés y siempre que podíamos charlábamos con él de música. Charlar con alguien así era como hacer una especie de doctorado en la materia.
Aquel día recuerdo que estábamos hablando sobre cómo conseguir determinados registros agudos sin demasiado esfuerzo. Expusimos nuestros gustos musicales, que en general y hablando de Rock and Roll eran bastante similares (tal vez yo tenía una tendencia más marcada hacia el Country-Folk americano, que luego abandoné hasta que maduré, musicalmente hablando, para reencontrarme nuevamente, valga la redundancia, con Dylan o Johnny Cash).
La nostalgia tiene un extraño mecanismo por el que de repente, sin esfuerzo alguno, afloran recuerdos escondidos en alguna parte del cerebro que jamás uno podría ni sospechar encontrar de nuevo. La nostalgia es, por consiguiente, un extraño escaparate ocasional de bellos y lejanos recuerdos o de sonrojantes trapos sucios escondidos y en general olvidados que, según el estado de ánimo en el que nos encontremos, aparecen sin previo aviso. Como sea, creo que esos recuerdos nos ayudan a comprender mejor quienes somos ahora.
Como decía, recordaba con nostalgia, esperando a mi amigo madrileño en la terraza de Els Tres Tombs, aquella conversación con Mike Kennedy veintiún años atrás, sobre cómo conseguir llegar al do de pecho sin demasiado esfuerzo mientras él me ilustraba su teoría cantando, a viva voz en medio del bar, el Black Dog de los Zeppelín. En uno de los pasajes más agudos de la canción su voz se quebró un poco.
Lo lógico cuando uno intenta cantar el Black Dog de Los Zeppelín tomándose un whisky con hielo es que la voz le juegue una mala pasada. Sin embargo, Mike achacaba este problema a la edad. Entonces me adentré más en el recuerdo y vino a mí algo que dijo allí mismo, con acento de filósofo, propio de las celebridades del Rock and Roll, tras esas oscuras gafas de sol que llevaba tanto de día como de noche y que aparentemente olvidé pero que, por ese particular mecanismo que tiene la nostalgia, del que hablaba más arriba, afloró después de tantos años. Ese algo había quedado grabado en mi memoria escondido en algún compartimento recóndito de mi cerebro. De ese modo comprendí lo que en aquel momento no quise atender, seguramente por esa insolente osadía que tienen los jóvenes al creer que nunca crecerán. En fin, ya sea la nostalgia o debido a los dolores de mi rodilla, allá estaba la voz de Mike Kennedy resonando en mi cabeza diciendo: “Lo malo de hacerse mayor es que tu espíritu siga siendo el de un chaval de diecinueve años. Así nunca te acostumbras a tu verdadera edad y entonces acabas teniendo la sensación de vivir una vida que ya no te corresponde. Es como vivir en un sueño. Tu ansías correr con el ímpetu de un desafiante y atrevido joven pero tus piernas ya casi no soportan el peso de las botas.” Algo así dijo. Es posible que yo lo haya adornado más de la cuenta, pero en general esto es lo que vino a decir el bueno de Mike.
Mientras masajeaba mi rodilla, pensé que eso era exactamente lo que sentía allí sentado: unas inmensas ganas de correr pero… llamémosle crisis de los cuarenta aunque aún no los tenga, no sé. Sin embargo, si ahora pudiera escoger retornar al pasado no volvería atrás. En cambio me gustaría saber qué fue del bueno de Mike Kennedy.
No le he vuelto a ver más y sinceramente no creo que se acuerde de mí, pero sus palabras al cabo de tantos años resonaban ahora en mi cabeza con la fuerza de un martillo pilón…
Mientras contemplaba mi antiguo barrio de Barcelona cambiado, casi tuneado, mientras venían a mi mente viejos compañeros desaparecidos en el confuso combate del paso del tiempo y esperaba a mi amigo para tomar un café, me dije: “Cuanta razón tenías Mike” y esto es sólo el principio porque, por suerte, los años siguen su imparable curso, sin embargo mi alma sigue siendo la de un chaval de diecinueve años, siempre preparado para el combate.
En fin, como dice la bella canción de Joe Jackson, nineteen forever,
Salud amigos.