Blanca Portillo ha creado un nuevo punto de partida. Su versión del “Don Juan Tenorio” de Zorrilla es un espectáculo irregular, en el que hay virtudes innegables, como la magnífica potencia visual de su cosmos contemporáneo o el alto nivel interpretativo, y defectos inescondibles, como la falta de ritmo que lastra algunos de sus pasajes. Es, sin embargo, un espectáculo relevante, imprescindible y trascendental. Y lo es precisamente por lo que algunos le están afeando ya: su afán justiciero con respecto al mayor paradigma popular de nuestro teatro. La nítida antipatía por Tenorio que preside el montaje es en sí misma un elemento regenerador para el acercamiento a un texto sobrexpuesto a la convención y la rutina. La animadversión por el personaje permite una mirada nueva, sin contemplaciones tradicionales, que ilumina de modo directo las múltiples taras éticas del prototipo.
Ningún acercamiento al Tenorio que quiera ir más allá del ritual convenido (¿y conveniente?) podrá prescindir en su génesis de las observaciones sobre la deontología del personaje que esta versión contiene. Podrá hacer después lo que quiera, pero deberá lidiar necesariamente con este Don Juan destructivo, innoble, sanguíneo, áspero de asesinato y sexo de conquista, que queda retratado, quizás por vez primera, como en una foto de ficha policial. El desconcierto que provoca la contemplación de esta vis oscura del Tenorio es porque Portillo y Juan Mayorga, autor de la versión, no han utilizado ningún prisma existente para mirar al personaje; lo han inventado. También, quizás, porque la directora ha expresado con claridad meridiana que su proyecto era tanto una propuesta teatral como una intervención moral.
El hecho de que la balanza se incline más veces hacia lo segundo hace del montaje, como he afirmado arriba, un montaje referencial por necesidad. Sin embargo, eso tiene consecuencias no siempre positivas para lo exclusivamente dramático: algunos subrayados innecesarios, maniobras vocales y gestuales excesivas… Lo más relevante es que la intensidad con que se trazan los rasgos malignos de Don Juan elimina el misterio de un personaje que debería ser fascinante en su maldad y no directamente desagradable. Por el sumidero ético sin paliativos en el que queda convertido el Tenorio pierde el montaje una buena parte de interés dramático, lo que sumado a la innecesaria danza de sombras y a la excesiva duración de los cambios de escenografía tiene como resultado un ritmo excesivamente pesado, que mueve por momentos a desconectar.
Sin embargo, este “Don Juan Tenorio” es en general un espectáculo intenso, que se mueve con comodidad en el código de la literatura o el cine negro-negro, en su atmósfera fría, sucísima y por supuesto violenta. José Luis García-Pérez es un actor brillante que multiplica esta vez sus registros de oscuridad para dar vida y muerte a un Tenorio torturador y torturado, enemigo de cualquier moral y simpatía, un lobo psicópata. Con él en escena, la función gana en expresividad porque su despliegue no deja atención restante para nada más: la concentra toda. En el mismo registro inescrupuloso que Tenorio se mueve esa Brígida a la que da vida una esplendorosa Beatriz Argüello. Magnética, matizada, descarada y, ella sí, fascinante.
Su química con Don Juan es mucho mayor que la que tiene éste con Doña Inés, que queda como aislada del orbe podrido en el que se mueve el resto de personajes. Ella, la novicia seducida, es la última pieza clave en la intervención de Portillo sobre “Don Juan Tenorio”, porque ella es la línea de luz que rompe la continuidad de la negrura. Ariana Martínez hace un trabajo magnífico, y fundamental para el triunfo interno de la obra, con esa joven capaz de la más blanca ingenuidad, del amor inquebrantable y del dolor más roto. Capaz de ser persona, en un mundo de bestias.