Raquel y Rachid

Ernesto Frattarola

Raquel es una joven profesora de catalán que da clases en un centro para inmigrantes. Rachid es un cincuentón marroquí que asiste a dichas clases. Raquel es una lesbiana orgullosa de serlo, y muy enamorada de Andrea, su novia. Rachid está separado y tiene cuatro hijos que siguen viviendo en Marruecos. Raquel es rabiosamente atea, abomina de todo dios. Rachid es musulmán, lee el Corán todos los días, reza y va a la mezquita. Raquel bebe cerveza, mucha cerveza, y un traguito de vodka de vez en cuando. Rachid no prueba el alcohol, él sólo toma té. Raquel se acaba de instalar con su pareja en un loft. Rachid, inmigrante ilegal, malvive en una habitación miserable que comparte con un ruso; el ruso está desde las 5 de la mañana hasta las 5 de la tarde, Rachid utiliza la habitación las doce horas restantes. Durante una tarde de huelga general, Raquel y Rachid se encuentran solos en el aula, preparándose para una clase a la que nadie más va a asistir. Este es el planteamiento inicial de “Raquel y Rachid”, una tragicomedia de Alberto de Casso, y de la que pude disfrutar el pasado 11 de enero en Barcelona.

Los tres actos de la obra se desarrollan en tres espacios diferentes: el aula, un bar, y la habitación donde vive Rachid. Los dos personajes, a los que hasta el momento del punto de partida de la obra se les supone una relación superficial de alumno-profesora, empiezan a conocer, casi sin quererlo, aspectos importantes de la vida del otro. Se suceden entonces los contrastes entre dos mundos radicalmente opuestos: dos situaciones socioeconómicas encontradas, dos temperamentos irreconciliables, dos concepciones del ser humano antagónicas. Raquel y Rachid son el día y la noche, pero el público no puede acabar de decidir con cuál de los dos se queda, ya que el texto logra que el espectador empatice con los dos personajes, que se ponga en su lugar, que los comprenda. Flota en el ambiente, además, esa sensación (pronto convertida en certeza) de que Rachid, pese a todo lo que le separa de Raquel, no puede dejar de sentirse atraído por ella. Y Raquel, a su vez, va pasando de la típica actitud despreciativa de quien se cree superior a una mirada de respeto, comprensión y hasta cariño hacia Rachid.

Decía antes que el texto consigue que el público conecte con la obra. Y siendo eso cierto, quedarse ahí sería decir solamente una parte de la verdad. Porque si el texto es magnífico, los actores no se quedan atrás. Julio Alonso borda el personaje de Rachid, a pesar de que su acento árabe no es, por razones obvias, nativo. Además, en la versión barcelonesa de la obra, el trabajo se le complica más aún, ya que aquí asiste a clases de catalán (y no de castellano, como en el texto original). Aun así, su interpretación es soberbia, aderezada con unas dosis de humor tan certero como bien repartido a lo largo de la obra.

Por su parte, el papel de Raquel está interpretado por Ángela Monge, que no sólo no desentona en absoluto, sino que se mantiene al mismo nivel que Alonso, convirtiendo la representación en un duelo interpretativo de gran altura. Monge resuelve de manera brillante un papel con muchas caras: la profesora seria, distante y hasta paternalista; la mujer enamorada como una niña; la Raquel rabiosa que culpa a los dioses de todos los males; la Raquel borracha que oscila entre lo cómico, lo sensual y lo amargo. La mujer, en fin, que contiene en sus interior tantas mujeres.

En definitiva, ir a ver “Raquel y Rachid” supone gastar muy bien una hora de tu tiempo, y salir del teatro con una sensación que se mueve entre la satisfacción de haber asistido a una representación de calidad y la reflexión provocada por los temas que plantea la obra. Si en vuestra ciudad, durante las próximas semanas o meses, aparecen Raquel y Rachid, yo no dudaría: iría a conocerlos.
 

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