Hay días en los que las noticias que expulsa tu pantalla cada tres segundos se agolpan en tu mente tratando de hacerse sitio mezcladas con tu devenir cotidiano llevándote a un proceso continuo de escucha y reacción, que tiene mucho que ver con lo que te pasa como actor en un escenario. O al menos así debería ser. Lo percibo ahora, que acabo de pasar por las tablas de un escenario con "Raquel i Rachid", un trabajo que esta vez, más que ninguna otra, hemos sentido cercano a la realidad que estábamos representando, por el espacio tan singular, un desván, y por el barrio en el que estábamos, El Raval de Barcelona. No cabe duda, que ese “estar”, ese “sentir” ya no va a ser igual a partir de ahora, porque, sin duda, es en la acción escénica donde un montaje teatral termina de cuajar y consolidarse.
Y así con la cabeza como olla a presión a punto de explotar me pongo a escribir este artículo porque hoy creo que tengo algo que decir y porque no se escribir de otra manera, golpeando el teclado para que no se me olvide nada y temeroso como siempre de que cuando lo termine no haya dicho nada que sirva para nada.
Las nuevas amenazas a la libertad de expresión de las que, sin duda, los asesinatos de periodistas, aún siendo las mas graves y crueles, no son las únicas, me llevan hoy a reflexionar sobre la función del teatro y su implicación en la política, sin que yo pretenda poner etiquetas donde no hacen falta. Porque la mejor etiqueta del teatro es que no tenga ninguna. Cualquier calificativo de político lo parcializa sin justificación. El teatro es político por esencia, por necesidad. No es una etiqueta, es un hecho.
A lo largo del pasado siglo XX y de forma recurrente, la incompetencia de los políticos o su ambición o sus ansias de venganza o de perpetuación en el poder nos han llevado a guerras y situaciones extremas de hundimiento y frustración de las esperanzas que han provocado un ascenso de un teatro insurgente, acusador y valiente. Autores y directores se han puesto en esas situaciones al servicio de esa responsabilidad.
Así y todo, aunque no queramos etiquetas, ha habido un Teatro llamado Político que nace en el primer cuarto del siglo XX en el Berlín de posguerra de la mano de Erwin Piscator, aunque sea más conocido por los trabajos de su continuador Bertolt Brecht en la llamada “oficina dramatúrgica” y que tuvo su desarrollo hasta bien entrado el siglo de la mano de autores como Weiss, el propio Brecht y en nuestra España de los años 50 y 60 con Alfonso Sastre y con su llamado teatro “imposible” frente al más “posibilista” representado por Buero. Y es que el teatro llamado político se ha movido a lo largo del pasado siglo entre el fracaso, la persecución represiva y algunos periodos de exaltación fructífera. Su fracaso, eso sí, ligado en gran parte a su mayor carga documental y éxito cuando ha sido capaz de poner pasión en la escena dramática, atendiendo al equilibrio necesario entre el testimonio y la individualidad que necesita el hecho teatral. Porque puede ser político pero ante todo tiene que ser Teatro.
El teatro se crece en la adversidad, frente a la censura, a la contra del poder y empieza su declive cuando se acerca complaciente a los que manejan los hilos. No se trata de ir al teatro para que nos digan lo que ya sabemos, justo todo lo contrario, para que nos desvelen la otra cara de la realidad, más allá de la apariencia, la que no se ve, lo que la reflexión activa pone a luz.
El teatro es la caja mágica en que los ciudadanos pueden destapar la zafiedad de los gobernantes, en el que pueden hacer mofa de sus incompetencias, corrupciones y falsedades y vengarse de haber sido burlados en las urnas.
Las urnas son otras cajas en las que los gobernantes recogen el resultado de sus tantas veces falsas promesas y legítimos deseos de cambio de los gobernados. Si han sabido convencer o engañar bien a los ciudadanos llegarán a gobernar y hacer después lo que de verdad querían hacer. Pero las urnas son tan necesarias como el teatro. Sin ellas, lo que hay es dictadura y ahí si que no hay nada. Toda dictadura es la Nada más absoluta. Los políticos se vengan contra sus detractores con medidas como el IVA al 21% y otras encaminadas a su asfixia económica. Su mezquindad, su ruindad se queda así al descubierto dando mayor carnaza para el desarrollo teatral que habrá de soportar los envites de la administración y el bloqueo las más de las veces. Pero el teatro se reinventa constantemente. Y como muestra reciente de estas últimas dos décadas el botón de la compañía Animalario, que alcanzaron una de sus más altas cotas parodiando la boda de la hija de Aznar, aquella boda que estuvo llena de gente que ahora está en la cárcel o en puertas de entrar y que habiendo llegado al éxito más rotundo se vieron obligados en 2012 a echar el cierre por una temporada indefinida. Y aunque algunos no quieran verlo así, ese cierre, como tantos otros, deprecia nuestra cultura y es consecuencia de la nefasta política cultural actual.
Antes que ellos, otros con mejor o peor suerte abrieron el camino: Digno de recordar el Grupo Tabano con "Castañuela 70" y lo que vino después. Pero de entre todos Albert Boadella tiene el honor de haber sido el que llegó más lejos en ese empeño. Represaliado en los 60 y 70 hasta pasar por la cárcel, él, que protagonizó la fuga más memorable del posfranquismo, y cuatro de sus compañeros que pasaron tras las rejas todo el año 78, el año en el que se proclamaba la nueva Constitución Española.
Nuevamente perseguido, multado y acosado en la democracia por obras en las que como "Operación Ubu" se anticipaba treinta años en su escarnio del presidente Pujol a la indecente pieza que ahora nos está ofreciendo “la familia” en pleno, o como "Teledeum", que casi levantó en armas a toda la Curia episcopal, llegándose a producir tiros y puñaladas a las puertas de los teatros donde se representaba. Me alargaría mucho si tratara de enumerar a todos los que con el teatro han destapado lo que hay bajo el felpudo de políticos, eclesiásticos y poderosos en general y lo que es más importante, han anticipado con su parodia lo que años más tarde se ha desvelado como noticia cierta en la mayoría de los casos. A todos ellos rindo aquí respeto y admiración.
También ha habido en estas últimas décadas años de desafección a la política, de los que ahora se empieza a despertar, producto quizás de la mayor inteligencia de los políticos de turno o del buen clima propicio al "déjate de rollos". No me imagino una obra de teatro haciendo escarnio del alcalde Tierno Galván por ejemplo, aunque seguro que él habría sido el primero en reírse. Tenía talla para eso y para más. Otra cosa es este gobierno que tenemos ahora que ha hecho tanto daño a los ciudadanos como el ridículo más espantoso aquí y en el extranjero y que por ello es una fuente inagotable de material para la réplica teatral.
Por último y para cerrar os dejo las palabras del dramaturgo Juan Mayorga, otro de nuestros grandes autores que si hubiese nacido en Londres sería objeto de culto popular:
«Si el teatro no es capaz de desestabilizar de algún modo las convicciones del espectador, si no es capaz de ponerle ante buenas preguntas, está siendo irrelevante»