A lo mejor son imaginaciones mías, pero creo que Mark St. Germain, el autor de “La sesión final de Freud”, quería enviar un mensaje cuando situó el encuentro imaginario entre Freud y C.S. Lewis en el instante justo en que Inglaterra declara la guerra a Alemania: quería decir que el tiempo para la reflexión nunca se acaba; o lo que es lo mismo, que ningún momento es malo para seguir reflexionando. La obra se estrenó ayer en la Sala Pequeña del Teatro Español, bajo la dirección de Tamzin Townsend, y constituye una clásica delicia teatral: goce estético, estimulación intelectual. Aunque valiosa en sí misma, la barbarie terrorista que trató de asesinar la libertad de todos asesinando a doce personas en París hace unos días, ha añadido un grado más de pertinencia a “La sesión final de Freud”, a su elogio de la diatriba honesta, a su espíritu polémico y a su mensaje antifanático.
Porque Freud y C.S. Lewis se reúnen, en el encuentro imaginado por St. Germain, para debatir sobre la existencia de Dios. El primero es un hombre físicamente acabado, pero dialécticamente batallador como adalid del ateísmo. El otro es un catedrático de Oxford, escritor con proyección, ateo convertido al cristianismo. Es decir, tienen posturas radicalmente diferentes pero se buscan para confrontarlas con la fuerza sola del intelecto. Pronto es evidente que el tema de Dios es demasiado pequeño, o que la vida es demasiado grande, como para que la conversación se limite a lo divino. El amor, el sexo, la música, el futuro, las relaciones paterno-filiales, la guerra… todo cabe en la diatriba encendida pero respetuosa de los dos hombres. Dos hombres que pueden discutir porque son capaces de poner distancia respecto de sí mismos. Lo contrario es el reino de la intransigencia.
El trabajo de Helio Pedregal encarnando al Sigmund Freud periclitado es magno. No hay un solo resquicio de inverosimilitud o de exceso en su interpretación de ese genio pre-muerto pero resistente, en guardia aún frente a la superstición, celoso en la defensa, hasta el último segundo, de sus convicciones y sus aseveraciones. Trabajo integral del actor, que no se detiene en la identificación física con su personaje sino que aspira a la identificación mental, intenta y logra una maniobra de inmersión total que se disfruta felizmente. ¿Era su personaje más lucido que el de Eleazar Ortiz? Quizás, pero es precisamente por eso por lo que el trabajo de éste con C.S. Lewis cobra un relieve trascendental para la tensión dramática: si su interpretación flaqueaba, la función se venía abajo por incomparecencia de uno de los litigantes.
Se advierte que esto, el equilibrio argumentativo de los dos personajes, fue una preocupación de St. Germain y lo ha sido para Tamzin Townsend. La directora, siempre un poco huidiza de los grandes adjetivos que se le han atribuido, demuestra una vez más que merece sobradamente los elogios. Además del buen gusto que revela la puesta en escena, con una elegantísima escenografía de Ricardo Sánchez Cuerda y la iluminación de Felipe Ramos, está la maestría con que ha utilizado los elementos externos para darle fluidez a la acción (el teléfono, la radio, las sirenas) o el hecho de que haya sacado partido a todos y cada uno de los bombones cínicos que St. Germain había ido envolviendo en su texto. Con todo, creo que el mayor acierto de Townsend es el hallazgo del ritmo preciso para la función, el tempo con el que la discusión va tiñéndose de humanidad.
Y es que de eso se trata: el texto de St. Germain, magnífico en las aristas intelectuales que contiene el diálogo de los dos personajes, es si cabe más sutil en el trazado humano de los dos hombres, en los traumas que los persiguen, las ambiciones que les quedan, los miedos que les asaltan. En “La sesión final de Freud” hay dos mentes en contradicción, dos concepciones del hombre sobre el tapete y sin embargo viva la humanidad de los dos en lo que ésta tiene de respeto mutuo, capacidad de escuchar y, sobre todo, empatía. Hay la conversación de dos personas cuando el sitio para la palabra parece borrado, cuando Europa marcha a anegarse en su propia sangre. Es ahí donde la obra muestra su cara verdadera como espectáculo civilizatorio.