Un poema político y un actor grande: Crítica de «Hacia la alegría»

CRÍTICA: Hasta el 7 de diciembre, en el Teatro de la Abadía

Pedro Casablanc protagoniza este monólogo metafúsico escrito y dirigido por Olivier Py. Foto: Ros Ribas.
El trabajo roto y gozoso de Pedro Casablanc y la escenografía colosal y móvil de Pierre-André Weitz me parecieron lo mejor de esta propuesta radical y provocadora de Olivier Py.

En “Hacia la alegría”, el monólogo de Olivier Py que puede verse hasta el 7 de diciembre en el Teatro de La Abadía de Madrid, Pedro Casablanc vuelve a enseñar su fondo de actor grande. Mucho más que aquel Ruso hierático por el que le recuerdan los que no están al hilo de su magnífico trabajo posterior, el sevillano muestra su fondo físico, con la resistencia para explorar literalmente a la carrera esa ciudad que es, alternativamente, un Infierno de círculos engarzados y un Laberinto sin escapatoria para su personaje. Pero Casablanc muestra sobre todo su fondo de capacidad enorme, la voluntad para destriparse en los alambres interpretativos del texto, para bajar (o subir, que eso ya no está claro) a los lugares de intemperie que obliga el texto y hacerlo sin espinillera ni coquilla. Es decir, sin cartón ni trampa, dispuesto a hacerse daño si la búsqueda lo pide. Su trabajo roto y gozoso, junto a la escenografía colosal y móvil de Pierre-André Weitz me parecieron lo mejor de una propuesta radical y provocadora.

Lo radical está en el texto, un monólogo interior que Py ha construido tomando como base el primer capítulo de su próxima novela, llamada “Excelsior”. El producto, y utilizo el término sin ánimo de ofender al prestigioso hombre de teatro francés, es una poesía política antimercantilista, que postula a través del discurso de su personaje una teoría de la actualidad como podredumbre y una idea de pasado puro, maravilloso y supuestamente libre. Más allá de lo acertado o desacertado de sus tesis, lo que importa para una crítica teatral es que “Hacia la alegría” se construye con un lenguaje netamente poético, en el que hay tanto espacio para la abstracción sobre temas universales como para la concreción en elementos tan definidos como la basura. La noche aparece como espacio de liberación de las ataduras urbanas y como escenario para la redención de una ciudad que atrapa a los hombres y les traspasa, limpia pero contundentemente, sus virtudes peores.

De alguna manera, hay en “Hacia la alegría” ecos de aquella “En la jungla de las ciudades” en la que Brecht atinó a ver la lucha fútil de los principios de los hombres contra la tela asfáltica. El texto de Py quizás se aleja un poco del pesimismo brechtiano y se torna un alegato oscuramente optimista sobre la posibilidad de liberación y el retorno a lo supuestamente prístino. Aunque sea a costa de sangrar, de ensuciarse, de desnucarse contra esa “culpabilidad del hombre blanco” de la que hablara Pascal Bruckner en “El lamento del hombre blanco” o “La tiranía de la penitencia”. El trayecto de la maraña pavimentada a la liberación queda perfectamente metaforizado no sólo en los atinados y muy sutiles juegos lumínicos del montaje, sino sobre todo en la maravillosa escenografía, ese cubo gigantesco de piedra que se abre, se cierra, se multiplica en varias disposiciones para ser imagen de la felicidad inaccesible, descripción del atolladero y también hogar de nuestros reductos.

La provocación entra en juego desde el principio, con una dirección de ritmos fuertes, transparencia ejecutiva (los técnicos en escena dejan ver el mecanismo, y no sólo el efecto del mecanismo) e intencionalidad manifiesta. Py quiere que el monólogo de su personaje, ese arquitecto que despierta repentinamente una noche e inicia una reflexión-viaje sobre su vida, su trabajo, su urbe y su orbe, interpele al espectador y le remueva los pensamientos, más que el pecho. Por eso le lanza fragmentos de utilería, le juguetea con la música intensa de Fernando Velázquez y hasta le insulta. Por eso, en un momento, Pedro Casablanc, el que sostiene la función al lograr que nos creamos a ese arquitecto torturado a pesar de la sofisticación estética e intelectual del texto, se sube a una escalera y describe un paisaje de hedor y putrefacción mientras señala y abarca las cabezas de todo el público.

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