La osamenta de Ricardo III Plantagenet se la encontraron los ingleses hace un par de años, cuando iban a construir un aparcamiento en Leicester. El hallazgo, estudios antropológicos y forenses mediante, sirvió para desmontar con pruebas la imagen de tirano contrahecho y corcovado que William Shakespeare dio de él en su tragedia. El último rey inglés que murió en la guerra era, al parecer, alto, esbelto, incluso bien parecido. No arrastraba la pierna, no lucía joroba y tampoco tenía una mano pocha. El esfuerzo físico de composición de horripilancia que hace Juan Diego en la notable “Sueños y visiones del rey Ricardo III”, sin embargo, no es en vano. La fealdad que el intérprete rebusca en su cuerpo es de alguna manera imprescindible para el juego dramatúrgico que plantean Carlos Martín y José Sanchis Sinisterra: reflejo evidente de la mente monstruosa que se explora.
En el programa de mano, Sanchis Sinisterra maneja una idea brillante: que toda obra clásica tiene algo de misterio indescifrable y cualquier actualización, llena siempre de peligros, debe tratar de hacerlo accesible. Él lo llama “intervención”, con término que evoca por igual la maestría del restaurador y la efectividad del cirujano. Su intervención sobre “Ricardo III” es, además de un título-pesadilla para cualquier experto en SEO, una reestructuración dramatúrgica que sitúa la escena de los fantasmas, anticipo del final, prácticamente al principio. De esta manera, “Ricardo III” no es sólo lo que ha sido siempre, una historia anegada en sangre sobre el ascenso y el final de un asesino, sino una radiografía retrospectiva de la fisonomía de una mente malévola. Ahí está la clave del cambio dramático y, a mi juicio, la mejor virtud del montaje, junto al trabajo de Juan Diego y Asunción Balaguer.
Porque levantar un “Ricardo III” como historia de asesina ambición habría sido una convencionalidad más o menos brillante, pero componer el pasado de ese personaje, y regresar a él para hurgar al mismo tiempo en sus conflictos mentales es audaz. La sed de poder, tan habitualmente centro de todo en cualquier propuesta sobre este texto, es un elemento más, esta vez, en un relato sobre la construcción de una personalidad y las consecuencias de la falta de conciencia. El montaje que se estrenó el jueves en el Teatro Español no traiciona a Shakespeare. Revoluciona sus componentes dramáticos, pero sigue siendo Shakespeare. En los climas envenenados, en los personajes milfacéticos, en la genialidad para explorar las oscuridades de la condición humana desde el poder de un maleficio, la vibración del deseo sexual o la argucia de un tejemaneje político.
La propuesta, eso sí, queda lastrada por cierta falta de claridad. La señora que estaba detrás de mí durante la representación no hizo más que preguntarle a su amiga: “¿Pero éste es el de antes?”. A pesar de odiarla cordialmente, tengo que reconocer que por momentos me vi más o menos como ella, aunque haciéndome las preguntas en silencio. Sólo alguien muy ducho en el texto shakespeariano habría podido seguir sin ninguna desorientación las modificaciones hechas en los tiempos y los espacios. La cascada de tules que hegemoniza la escenografía de Dino Ibáñez y Miquel Angel Llonovoy es, además de bella, perfectamente útil al juego de recuerdos y apariciones vaporosas que atacan al rey conspirador, pero no contribuye excesivamente a la inteligibilidad de la acción dramático.
No hay ninguna duda sobre la identidad de Juan Diego sobre el escenario. En los días previos al estreno, los papeles han venido llenos de entrevistas y artículos en los que cada periodista cronometraba el tiempo que el actor sevillano empleaba en dejar de ser Ricardo durante la conversación. El veterano actor, en la primera ocasión en la que se ha enfrentado a un personaje de Shakespeare, no ha querido que hubiese un solo resquicio en su trabajo. Y no lo hay. La versión de Sinisterra no sólo le obligaba a descomponer el cuerpo, sino que le invitaba a un paseo por los lugares más tétricos de la personalidad humana. Juan Diego ha visitado habitaciones de dolor e ira, de maldad y frustración, de cinismo y crueldad. Y por eso su personaje irrita en lo irónico, asquea en lo melifluo, horroriza en la iniquidad y fascina en la locura.
El reparto amplio que le acompaña hace un buen trabajo: Juan Carlos Sánchez como Norfolk, Jorge Muñoz como Catesby, José Luis Santos en tres roles, Anibal Soto como Lord Rivers y Richmond… Carlos Álvarez-Nóvoa me gustó en ese Buckingham retorcido y Ana Torrent compone una muy medida Isabel. Me pareció que Terele Pávez daba mucha humanidad a su Duquesa de York, madre del espanto y que Lara Grube brillaba como Lady Ana. Fue Asunción Balaguer, sin embargo, la que hizo que la función se rompiese en una ovación, después de inventar el ritmo ideal con el que se ha de decir y terminar una maldición. Lady Margaret, la que fuera Reina, viuda y exiliada, pronuncia uno de los asertos más duros de la historia del teatro mientras su objeto, Ricardo, se hace el ofendido mientras maquina su llegada al trono. Mal Rey, un hombre sin conciencia.