Algunos hombres tienen el espíritu reflejado en el cabello. Y creo que Alberto Castrillo-Ferrer es uno de ellos. No es lo de Sansón, que tenía la fuerza en la melena y perdía la fuerza si la perdía a ella. Es otra cosa: que el pelo represente certeramente las características de su dueño. Por ejemplo. En la rizada anarquía del pelo de Castrillo-Ferrer, su rechazo de los corsés a la hora de trabajar. En el selvático desorden de su cabellera, la imagen de su jugueteo insolente con las fronteras y los límites; en el dibujo atípico de su peinado, la metáfora del ritmo y la gestualidad con los que acaba por hallar el perfil inédito de cada cosa. Difumina la incorrección haciéndola omnipresente y nada le viene mejor a “Perdona si te mato, amor”, que se estrenó el jueves en las Naves del Español y que supone el debut como dramaturga de Carlota Pérez-Reverte. Un correcto artefacto cómico que la mano libertaria de Castrillo-Ferrer eleva, perdonadme la licencia académica, hasta un muy rotundo notable.
Pérez-Reverte (sí, ya sé que el apellido os suena… es su hija) tenía en las manos un thriller tamizado por Jardiel. Un Madrid de cuarentas y absurdo, plagado de burocracia, crímenes solubles y tiernos inútiles con sombrero y gabardina. Escribió, y les gustó a todos los que la leyeron, una acción de recovecos bien llevados, diálogos solventes y algunas réplicas magníficas. Pero tenía entre manos, también, una comedia policíaca con un riesgo nuclear implícito: que se la pusiese en escena un torpe, o sea alguien excesivamente literal. A lo mejor es por esto que el teatro ha acabado pareciéndose al cine en la importancia protagónica del director. Cada texto tiene tantas lecturas como pares de ojos lo lean, y un buen lector no es el que lee más rápido o el que más recuerda, sino el que mejora el texto con su mirada. Castrillo-Ferrer da relieve a todas las virtudes del texto con atrevimiento e ironía.
El atrevimiento o la osadía no son elementos que sólo se posean, sino que se transmiten. Por eso son visibles hasta hacerse emblema en el trabajo de todo el reparto de “Perdona si te mato, amor”, compuesto por Nacho Rubio, Rafa Blanca, Javi Coll, Julián Ortega, Antonia Paso y Silvia de Pé. Trabajo de buen nivel en líneas generales y caracterizado por la libertad aparente con la que cada uno ha buscado el registro cómico de su personaje. Silvia de Pé me encantó como esa viuda múltiple, malévola y desmesurada. Rubio, Coll, Ortega y Antonia Paso, por cierto, interpretan a dos personajes cada uno: ése es el recurso al que ha recurrido el director para cumplir con una de las exigencias problemáticas del texto: la abundancia de personajes. Todos resultan completos, creíbles y divertidos en sus respectivos papeles. Con lo difícil que es eso.
La otra circunstancia problemática del texto era la multiplicación de localizaciones, desde una comisaría hasta el despacho de “Homero y Asociados. Asesoría creativa criminal”, pasando por un salón, un rellano o una ferretería. El asunto está solucionado con una escenografía multiambiente de Manuel Pellicer que no merece otro calificativo que el de magnífica. Magnífica por los acabados, por la funcionalidad y por el sabor de época. Es decir, integralmente magnífica. Alejandro Gallo ilumina las escenas con innegable tino y así, con la ayuda también del vestuario diseñado por Arantxa Ezquerro, quedan configurados un tiempo y un espacio, reconocibles y genuinos a la vez, que no son escenario sino lugar en el que la acción se vive.
No hay mucho que se pueda decir sobre el argumento sin desvelarlo, y eso quiero evitarlo para que el disfrute sea completo cuando vean la obra. Pero en la obra de Carlota Pérez-Reverte hay asesores criminalísticos, policías torpes, asesinos en serie que se entregan, una histérica mujer fatal, un detective torpón, un fiscal snob y una casera demasiado avispada. Ellos son los habitantes del todo espacio-temporal que el acierto técnico del montaje compone y es la ironía, presente en la escritura y en la dirección, la que los convierte en protagonistas de una sátira fina sobre la España de ayer y la de pasado mañana, esa España con la que reírse negramente y que no tiene pinta de cambiar, a juzgar por la continuidad irredenta de sus rasgos.