Una mirada de mar en el ocaso del verano

Ignasi Vidal

A veces no soy consciente de quién está a mi lado. A veces, sucede que una cercana amistad no me deja ver las virtudes del amigo y precisamente por la confianza y por la falsa sensación de conocer en profundidad al otro, solamente soy capaz de ver aquello que no me gusta de él. Entonces doy un paseo por el mundo, un garbeo liberador, me digo, y empiezo por echar de menos aquella complicidad con él, sólo posible en las amistades sólidas basadas en la admiración y el respeto… y después sigo saboreando el amargo sabor de la falta, sometiendo toda observación a una obsesiva comparación. Y pasa que en todo aquello que a los ojos de muchos es innovador y rompedor, veo la sombra alargada de mi amigo que ahora está lejos. Y caigo en la cuenta de que él ya lo hizo antes, así o de forma parecida y generalmente mejor. Y empiezo a echar de menos la pasión con la que el lejano amigo trata cada pequeño detalle en todo aquello que hace, que crea, que inventa. Y la catarata de emociones ya no se detiene y me vienen a la memoria muchos momentos vividos con él, casi todos buenos, que convierten lo presente en pura mediocridad y bañan el pasado de añorado talento.

Mientras paseo por las concurridas calles de Madrid, viendo rostros desconocidos, que van con rumbo a ninguna parte y a todas a la vez, comprendo que la inteligente mirada de mi amigo es un mar por explorar, en el que navegar es sólo privilegio de los dioses de su creatividad; y que ese mar es tan solo la antesala de algo más grande: un inmenso océano de ideas que se desparraman en su mente.

En una sociedad en la que el mérito es el retrete de los mediocres, siempre acechantes, buscando una rama nueva en la que trepar, dispuestos a barrer todo vestigio de excelencia, mi amigo se cruza en mis pensamientos como un faro que, en lugar de con luz, me señala el camino agitando rayos de inspiración infinitas.

Mi amigo Víctor no es un simple director de teatro: es un viajero de tiempos pretéritos con el gusto de los ilustrados y la sensibilidad de los hombres del romanticismo. Un conde que renunció a su condesado para cabalgar sobre un corcel blanco de cuento fantástico.

A paso lento por la Gran Vía de Madrid, creo que los mejores se están alejando. Los tuvimos y dejamos que se fueran… y se irán si no lo han hecho ya; para disfrute de otros. Pero yo sólo creo en el gobierno de los mejores.

Se pone el semáforo en verde. Habrá que cruzar, la calle. Gente que va y viene. Pienso. ¿En qué país vivo? Qué cabeza, Víctor, qué cabeza. Me pierdo en tu mirada de mar en el ocaso del verano. Qué cabeza. Desvarío. Paro.

Salud, amigos.
 

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