Una noche con Valle-Inclán en Barcelona.

Ernesto Frattarola

Me hace muy feliz poder colaborar con Max, no te pongas estupendo. Y no sólo por la valía profesional y humana de quien me ha convencido para escribir aquí, y por el nivel de mis compañeros blogueros, sino también por el mismo nombre del blog. Esa referencia a “Luces de bohemia, de Ramón Mª del Valle-Inclán, me hizo mirar este espacio con simpatía y cariño desde el mismo momento en que tuve conocimiento de su existencia. Así que me vais a permitir que mi primera entrada en Max, no te pongas estupendo sea una batallita. Os voy a contar, poco a poco, por qué me gusta tanto tener algo que ver con “Luces de bohemia”.

Lo mío, en realidad, es la poesía. En mis entradas se hablará más de poesía que de cualquier otra cosa, aunque su vinculación con el teatro es tan estrecha que, en algunas ocasiones, son prácticamente lo mismo. Pero iba a decir que, aunque lo mío es la poesía, siempre me he sentido fascinado por el teatro, hasta el punto de que, mientras estaba estudiando COU (lo que sería ahora 2º de Bachillerato), llegué a preinscribirme para la prueba de acceso al Institut del Teatre de Barcelona: luego fui cobarde y me decidí por la Filología, pero esa es otra historia.

Sí, me fascina el teatro. Es una pasión que, afortunadamente, he podido alimentar desde pequeño. En el que fue mi colegio desde los 5 hasta los 14 años, se hacía cada año un festival de fin de curso, y hasta un festival de Navidad. Cada clase preparaba números musicales y/o teatrales, y el festival se llevaba a cabo, no en la escuela, sino en un teatro del barrio. Recuerdo pocos momentos de emoción, de adrenalina contenida, como esos instantes previos a cada actuación.

Con el tiempo he pasado, como casi todos, a disfrutar del teatro como espectador. También eso había podido hacerlo desde muy joven: en mi casa era sagrada la hora de ver “Estudio 1” cada semana. Sí, es cierto que era teatro grabado, que perdía parte de la esencia del teatro: el directo, el contacto entre el actor o actriz y el público… Pero era teatro. Creo que ahí nació mi deseo de actuar, autofrustrado más tarde, como ya os he contado.

Y llegamos a Valle-Inclán. Una de las lecturas que tuvimos en Literatura Española de COU fue “Luces de bohemia. Nuestro profesor era un enamorado de esta obra, y se notaba: incluso la íbamos leyendo en clase, durante muchas clases, con varios de nosotros repartiéndonos los personajes. A mí me pareció maravillosa; la leí y la releí y la volví a releer. Me aprendí de memoria muchos fragmentos. Fue una lástima que no cayera en la Selectividad, porque habría arrasado.

Y ya en 1º de Filología, la bomba: “Luces de bohemia llegaba a Barcelona, bajo la dirección de Lluís Pascual. Estoy casi seguro de que se representó en el teatro Tívoli, pero no lo podría jurar, estamos hablando del año 1984, y ya ha llovido… Había que ir, claro. Y fui. O mejor, fuimos, porque logré convencer a un amigo y tres amigas para gastarnos la pasta que nos teníamos (compramos entradas de gallinero, era lo máximo que podíamos permitirnos), y asistir al que, estaba convencido, iba a ser un espectáculo inolvidable. Y lo fue, como lo prueba el hecho de que ahora os lo esté contando. Después de aquella noche he asistido en cientos de ocasiones a representaciones teatrales. Pero el recuerdo que conservo de aquella primera vez, hace ya 30 años, es imborrable. El propio texto y mi relación con él, el montaje, los actores y actrices (maravillosos/as…), el propio hecho de ser consciente de que estaba ante un gran momento en mi vida… todo eso hace de aquella noche una noche inolvidable.

Me acuerdo mucho, especialmente, de José María Rodero. Yo lo estaba viendo desde muy lejos, y aun así, su mirada impresionaba. Rodero era otro de los motivos por los que yo no quería perderme aquello por nada del mundo. Antes os hablaba de “Estudio 1”. Ahí, en la tele, había conocido yo a Rodero: me costaba mirarle a los ojos, incluso a través de la pantalla. Me había quedado grabada en la memoria una actuación suya, en la que interpretaba a un mendigo ciego. Lamentablemente, no recuerdo el nombre de esa obra, pero no olvido esos ojos que, perteneciendo a alguien que no veía, podían verme por dentro. Poder asistir en directo a una representación en la que actuaba José María Rodero lo consideré entonces, y lo sigo considerando, como un privilegio. Aunque estuviéramos a tantos pisos de distancia, hasta allí llegaban sus ojos.

Recuerdo también cómo esperaba el momento de la aparición de Basilio Soulinake. Ese pequeño y enorme personaje es, sin duda, mi favorito de todos los tiempos. No tengo ni idea del nombre del actor que lo interpretó en aquella ocasión, pero la escena en la que aparece fue para mí como un sueño dentro de un sueño.

Mientras voy terminando este texto, que tiene algo de exorcismo, tengo en la mesa mi ejemplar de “Luces de bohemia. Y repasando las acotaciones del propio Valle-Inclán a cada escena, pienso que estas son algunas de las satisfacciones que puede proporcionar el teatro leído. Como en la poesía, en el teatro también hay momentos para todo: para leer en silencio o en voz alta, para recitar, para subirse a un escenario e interpretar. En el fondo, ya lo he dicho, la poesía y el teatro son casi lo mismo. Don Ramón María del Valle-Inclán, periodista y florista, versallesco y grotesco, implorante y suspirante, siempre lo supo perfectamente.
 

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