Una soleada mañana

Ignasi Vidal

Hoy no ha sido un día como otro cualquiera. He levantado la persiana y la luz de una soleada mañana ha inundado mi habitación. He encendido el teléfono móvil y he recibido un mensaje en el que se me informaba que un amigo, de aquellos que hace mucho, mucho tiempo que no ves, acababa de morir. El pobre llevaba una par de años afectado por un cáncer de garganta, luchando contra este mal valientemente día a día. Que el tabaco es la muerte ya lo sabemos, pero a veces olvidamos hasta qué punto es verdad. He aquí una prueba.

Los tanatorios son bien curiosos. Cuando entro en uno de estos lúgubres y marmóreos lugares, tengo la sensación de que la gente que encuentro dentro departiendo amigablemente, ya sea sobre el desafortunado protagonista de la jornada o sobre las últimas caídas de la bolsa (hoy incluso se hablaba del pisotón de Pepe a Messi) siente una contenidísima euforia exterior, aunque interiormente se asemeja a la del náufrago que se agarró al salvavidas a tiempo en medio del naufragio. Yo me incluyo instintivamente en el grupo de náufragos y juntos nos sentimos afortunados por estar aquí. Al cabo de unos instantes todos intentamos comportarnos con naturalidad, como si lo que ocurriera fuera una desgracia a la que estamos acostumbrados.

Por eso la forma de actuar de aquellos que asisten a un velatorio (queda excluida la afligida familia) se asemeja tanto a la de una boda, a la de una convención de coches de segunda mano o a la de una entrega de premios de Teatro. El instinto de supervivencia aflora en nuestros ojos, en nuestros gestos, en nuestras palabras y sobre todo en nuestros pensamientos. Queremos estar sobrios, e incluso irónicos para sentir que nada se mueve y sobre todo que la muerte no va con nosotros. Yo creo que es en esos momentos en los que sale a relucir más claramente nuestro humano egoísmo atávico: la vida es mía, mía y mía y de los que yo quiero y me quieren y por ello también son míos, míos y míos… o yo de ellos. Me atrevería a decir que eso es sentirse “aquí”, eso es sentirse seguro y por ello a la hora de ver el cuerpo sin vida de alguien, uno experimenta ese extraño sentimiento de pertenecer a este mundo o, mejor dicho, de que este mundo nos pertenece más que al que lo acaba de dejar.
Sin embargo, el fallecido también perteneció, hasta unas horas antes, a este mundo, y lo compartió con nosotros y en ocasiones, nos concedió parte de él.

El día era tan soleado que daban pocas ganas de dejar este rincón de la tierra para aventurarse a descubrir otras vidas, si es que las hay, pero a nuestro amigo le tocó. El cáncer no entiende de días soleados, ni de egoísmos atávicos, ni de melodías medio aprendidas que suenan en nuestras cabezas para hacernos más llevadero el mal trago de ver al amigo tumbado, sin vida.

Como he dicho antes, yo hacía muchos años que no veía al amigo allí tumbado, pero una cosa tengo clara: el que allí yacía con las manos cruzadas, no era aquel al que conocí con una media sonrisa colgada del labio, con el verbo rápido, preciso y un crudísimo sentido del humor. Ese cuerpo ya no era él porque él sólo está en el recuerdo y es ahí donde habría que ir a buscarle en una mañana soleada como hoy.

Y entonces he pensado que tal vez sea el recuerdo nuestro verdadero mundo, nuestro hogar. Allí estarán eternamente no sólo él, sino todos aquellos que como él dejaron este mundo que sólo nos pertenece a los que aquí estamos y que algún día dejará de ser nuestro (si es que lo fue alguna vez).

Cuando, junto a dos amigos, he salido del tanatorio, el sol seguía radiante sobre nuestras cabezas y uno de los dos ha dicho “¿tomamos unas cervezas?”
Los otros dos hemos asentido casi al unísono y los tres hemos entendido sin decirlo que ese simple acto nos haría volver a la normalidad y eso haría que nos sintiésemos seguros.

Una vez sentados, en la mesa de un bar de la Travesera de Les Corts, hemos empezado a hablar sobre los tiempos pasados, que de pasados son remotos, con nostalgia de lo que fuimos y admirados de lo que somos, pero no por lo que hemos llegado a ser cada uno en nuestras vidas, sino por el simple hecho de estar aquí. De eso estábamos admirados secretamente porque hoy la vida parecía un constante y caprichoso sorteo de desgracias, o eso parecía en esta soleada mañana.

En algunos momentos, y como siempre que se explican batallitas del pasado, nos hemos desternillado de la risa. La forma de reír es lo único que no cambia en las personas. La misma risa bajo un montón de canas: eso es lo que somos, o al menos eso parecía esta soleada mañana.

Después de despedirnos, ya entrada la tarde, con el firme propósito de volvernos a ver, pero esta vez (por favor) para comer o cenar, me he subido a un taxi y le he pedido al taxista que me llevase al BTM donde aún estamos exhibiendo "Los Miserables".

El hombre me ha dicho: –Muy bien, al Barcelona Teatre Musical– Yo, sorprendido, he pensado para mis adentros que por fin había encontrado a un taxista que supiera qué demonios es el BTM y, claro, se lo he hecho saber. Entonces el hombre, risueño y algo resabido, como los buenos taxistas que se saben conocedores de todos los secretos de la ciudad en la que circulan con su taxi, me ha contestado: – Claro que sé qué es el BTM. Allí es donde ponen “Mamma Mia”.

No he podido contestar nada porque aquel hombre estaba tan seguro de lo que decía que me supo mal sacarle de su error. Sólo quería llegar a mi camerino y volver a sentirme seguro de que la rutina era eso, rutina. Y de que seguía aquí presente. Y que yo era yo y no un recuerdo. Entonces he asomado la cabeza por la ventana del auto y por un resorte activador del instinto de supervivencia, mirando el azulado cielo que todo lo cura, le he dicho a ufano taxista: -"hace un día precioso".
Y entonces lo he visto claro: alguien eligió una soleada mañana para dejar de sufrir.

Descansa en paz Julio.

Salud, amigos.

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