La ambición no es buena compañera de viaje cuando no va acompañada del talento necesario y sobre todo de espíritu crítico que ayude a superar las limitaciones que la naturaleza y los patrones establecidos nos imponen.
Cada día son más los oportunistas que buscan solucionar sus ansias de notoriedad por métodos, cuanto menos, poco decorosos. No es fácil encontrar ese equilibrio tan necesario para el desarrollo de cualquier actividad creativa. El mundo de lo que se denomina los ecos de sociedad, prensa del corazón, prensa sensacionalista, prensa rosa e incluso el mundo del cine, el teatro, la televisión, está colmado de personajes que no son más que eso, personajes, espantapájaros, seres prácticamente deshumanizados, sin discurso, prestos a dar la noticia del día sin reparar en disquisiciones de tipo moral o sobre si su conducta puede dañar a terceras personas, inocentes éstas últimas en muchos casos. Sobran los ejemplos, fácilmente acuden a la cabeza de cualquiera que haya encendido una tarde (ya no digamos por la noche) el televisor.
Todo esto pensaba al volver a casa después de una cena y presenciar una conversación entre dos personas sobre el mal que había inflingido, inconscientemente (o no) una famosa cantante a su hijo por no haber dejado en el ámbito privado, años atrás, la intimidad de éste último cuando era un menor. Y eso me llevó a una segunda disquisición: cómo afectan nuestras ambiciones a nuestro hijos.. Y entonces pensé en mi propia experiencia.
Yo no pude escoger la vida que llevaba mi padre, como tampoco ningún niño o niña lo hace. Seguramente de haber podido hacerlo le habría apartado un poco, sólo un poco, de la que siempre fue su pasión, el Teatro, para aprovecharme de su compañía. (tal vez mis hijos dirían lo mismo) Sin embargo y a pesar de que su actividad le mantuvo siempre ocupado viaje arriba viaje abajo, su gran talento para el “Tête à Tête”, llenaba de paz y alegría los tiempos que compartía con su familia.No voy a extenderme en una biografía sobre mi padre pues necesitaría veinte post para semejante labor y aun así no le haría suficiente justicia. Su dilatada carrera como empresario teatral, uno de los más destacados de su época, daría para un libro tan extenso como el Quijote.
El pasado mes de Noviembre se cumplieron veinte años del fallecimiento de mi padre, el hombre que entre otras cosas, me enseñó a jugar al ajedrez, a amar el Teatro y sobre todo a valorar cada minuto que pasamos en este mundo, en especial los que se comparten con amigos y familiares alrededor de una buena comida. Él era uno de los seres más particulares que he conocido sino el que más.
Ignacio Vidal nació un mes de Septiembre de 1915 en La Roda una pequeña población castellano-manchega, pero enseguida junto a sus progenitores, es decir mis abuelos, llegó a Valencia, concretamente a Mislata, lugar que siempre sintió como propio, como su hogar (de hecho así era y no estoy seguro de que conociese el pequeño lugar de la Mancha que le vio llegar al mundo). Sus inquietudes artísticas enseguida encontraron satisfacción en las tablas. Ya a temprana edad formó parte de agrupaciones teatrales, en especial dedicadas a la Zarzuela.
Dotado de una magnífica voz interpretó todos los roles posibles de barítono en el género chico, aunque ciertamente, si ahora hago un esfuerzo por recordar, el timbre y la coloratura de su voz eran más propias de un tenor que de un barítono. No sé si él llegó a plantearse esta posibilidad, pues después de la guerra civil española, en la que participó y de la que uno podría sacar la conclusión, según los relatos que él magistralmente contaba, de que se trató de una simple comedia en tres actos, (no lo fue pero mi padre desdramatizó cada minuto de su existencia y la guerra no iba a ser menos) posteriormente a tener su propia compañía de repertorio de Zarzuela, se dedicó de lleno debido a su conocimiento del medio teatral y a su facilidad para relacionarse y convencer a cualquiera a la actividad empresarial.
Su relación con el legendario empresario Matías Colsada, que se prolongó más de cuarenta años (hasta la muerte de mi padre en 1991) supuso para la actividad teatral de este país una de las páginas más brillantes, rocambolescas e hilarantes jamás escritas. Por otro lado su capacidad para inventar y crear le llevó más allá de la simple actividad teatral. Mi padre era un lector empedernido, de esos hombres que leían cualquier cosa que le cayera en las manos. De hecho, gran parte de los recuerdos que tengo de él son sentado en un sillón, fumando un puro con algún libro entre las manos y una leve sonrisa dibujada en los labios. Tal vez por eso desarrolló una increíble habilidad para la composición de versos (aunque el hecho de leer no sea suficiente para adquirir tal habilidad). No pretendía ser buen poeta, aunque escribió numerosas odas a la amistad, al amor, a los ruedos taurinos, aunque tal vez se tratara del más veloz en la composición de cuartillas rabiosamente graciosas, su especialidad. Así pues, es posible que mi padre fuera una especie de Cyrano de Bergerac, que como dice el final del maravilloso texto de Edmond Rostand “lo fue todo y no tuvo nada”, ya que a pesar de ser un gran empresario de teatro, inventor de los nombres de algunas de las estrellas con las que trabajó y de eslóganes geniales, cantante, poeta como dije, de verso rápido, hábil rapsoda, desde luego, e incluso actor en alguno de sus ratos libres, amado por los que le conocían, casi idolatrado, (seguramente detestado por otros) tenía un absoluto desapego por la notoriedad en el ámbito público, cediendo todo el protagonismo a quien fue su compañero de viaje, el empresario teatral Matías Colsada, y, sin embargo, aquellos que le conocieron profesionalmente aseguran que era un auténtico genio del teatro, creador a mediados del siglo pasado de uno de los imperios artísticos más grandes que ha conocido este país, es decir la revista de Colsada. Y esto entronca con el encabezamiento de este texto, pues, mientras pienso en la necesidad de darse a conocer por cualquier medio y sin atender a valoraciones de tipo moral que existe en nuestra sociedad actual, la actitud de mi padre aún me parece más fuera de lo común.
Gracias a mi actividad profesional, (que él nunca llegó a conocer) he trabajado con actores y empresarios teatrales (y por empresarios me refiero a los que siguen teniendo su despacho en un teatro y no a los que lo ocupan en cualquier oficina despersonalizada, no por ello de menos valía pero sí menos románticos) que le conocieron o trabajaron con él y todos son unánimes en el parecer de que Ignacio Vidal era algo más que un empresario, se trataba de un maestro del teatro de su género, la revista, y nunca entendieron la necesidad que tuvo de estar tras la alargada sombra de Matías Colsada, quien en público siempre se llevó todos los elogios. Algunos de los empresarios más importantes de este país aseguran que todo lo que conocen sobre el negocio lo aprendieron de mi padre.
En mi casa, mi madre y mis tres hermanos, nunca hemos sabido explicar esta falta de ambición, pero sí la hemos llegado a entender, pues el amor y la pasión por su trabajo era tal que le servía de alimento para el espíritu, de forma que huía descaradamente del foco de atención porque sencillamente no lo necesitaba ni le interesaba. Y sin embargo he necesitado años para comprenderlo. Nunca sabremos que hubiera pasado si ese hombre, locuaz, simpático, de mirada azul, triste y gesto rápido, agudo, inteligente, culto, con un sentido del humor fuera de lo normal que siempre conservó dentro de sí al niño travieso que debió ser de pequeño , hubiese sumado a su talento y a su indudable espíritu crítico, una dosis más alta de ambición, pero de lo que no me cabe ninguna duda es que él quería que así fuera. No más, no menos, justo así. Por eso comentaba yo lo complicado que resulta encontrar el equilibrio a la hora de combinar talento, sentido crítico y ambición. Lo más habitual es que uno de estos tres atributos falte y está claro que a mi padre le faltó el último, de lo cual no debiera nadie culparle. Él era así. Punto.
Esta es una de las lecciones que sin saberlo mi padre (ni yo, por supuesto) me dio cuando era un niño: Que la ambición confunde a las personas y las pone en carriles equivocados o remando contra corrientes imposibles hasta olvidar el objeto verdadero de su arte. Por el contrario hay quien con su talento y el simple desarrollo de éste es feliz y eso debemos respetarlo, aunque sea difícil de comprender por qué no va más allá en sus objetivos. Sin embargo mi padre tuvo el mayor de los tesoros que se pueden tener, dedicó su vida a su pasión y eso le llenó de plenitud, es decir, objetivo cumplido. Mientras, el aumento de buscadores de fama instantánea y dinero fácil llena nuestros espacios públicos y parece que la cosa va en aumento.
Un día Celia, mi pareja, asombrada por el talento de mi padre que sólo conoce a través de documentos, relatos de mi madre, de mis hermanos o míos y de algún que otro profesional de las tablas, me sugirió que tal vez debiéramos recopilar todo el material gráfico y sonoro que existe y hacer una retrospectiva para dar a conocer la colosal labor que llevó a cabo tras cuarenta años de actividad profesional como empresario teatral y de esta forma rendirle el homenaje que no se le dio en su momento, ni siquiera cuando la terrible enfermedad que sufrió y con la que convivió de forma estoica y admirable, sin lamentarse jamás de su suerte, se lo llevó.
No estoy seguro de que eso le hiciera justicia aunque es extraño cómo el tiempo implacable borra cualquier vestigio de talento y sólo por eso valdría la pena. Sin embargo yo creo que el mayor de los homenajes para mi padre, mucho más que reconocer su labor en el teatro, que fue inmensa, sería reconocer su gran humildad. Humildad que se refleja en el poco deseo que tuvo en dar a conocer su trabajo brindando los elogios a otros, que en muchos casos recogieron sin acordarse de él.
Me preguntaba hace poco una niña de quince años qué era lo más indicado para ser actriz, si acudir a una escuela de teatro o a uno de esos cursos falaces de interpretación ante la cámara (lo de falaces es mío, no de la niña) y entonces me vino la imagen de mi padre, sentado en un sillón, con un libro en la mano, con un puro en la otra y una eterna sonrisa dibujada en sus labios y le dije:
– lee, eso es todo, lee.- La niña quedó perpleja ante mi contestación sin saber que no era yo el que hablaba, sino una lejana voz del pasado, la de un gran hombre de teatro, mi padre, Ignacio Vidal.
Salud, amigos.