A mí el deporte me importa un nabo. Y además, como se supone que lo que tengo que hacer aquí es dar el palique sobre cultura, tendré que convencerme a mí mismo de que el deporte lo es. Para empezar, que deporte y cultura compartan ministerio es algo que nunca he logrado entender, pero esa aparente contradicción ni explica ni deja de explicar nada. Entre otras cosas porque la deshago cual Alejandro un nudo gordiano porque si de este humilde escribiente dependiera no habría ni Ministerio de Cultura (ni el de ahora ni ningún otro) ni de Deportes. Pero mis dudas se disipan en un santiamén ya que la cultura, entendida en sentido amplio, es como una argamasa que lo impregna todo. Que los chinos escupan en el suelo es un hecho cultural, por ejemplo, y con mucho arraigo. Y que la gente acuda a contemplar algo, lo que sea, en un espacio cuadrangular o redondo, también. Así que los deportes son cultura y punto pelota. Como los estofados que hago en casa, al fin y al cabo los cocino en una olla redonda y luego los sirvo en platos cuadrados. No hay más que discutir a este respecto.
Madrid se ha quedado sin Juegos Olímpicos. No sé si eso es bueno o malo. Vivía en Barcelona cuando les dio por hacerlos allí y tengo un recuerdo ambivalente del acontecimiento. Recuerdo un barco muy grande iluminado con muchas lucecitas, amarrado detrás de ese Colón que no señala América sino Mallorca, que le confería un aire navideño peculiar a las Ramblas en pleno verano. También recuerdo la depresión moral y económica que arrancó a partir del año siguiente. Hay personas con estudios que dicen que a largo plazo unos Juegos Olímpicos ejercen una influencia muy beneficiosa en las ciudades donde se celebran. Sobre todo cuando el gasto ya está prácticamente hecho, como hubiera sido el caso de Madrid. Seguramente tengan razón. Yo no opino porque en esto soy muy poco español: de lo que no sé no hablo. El caso es que, aunque las infraestructuras estaban hechas, nuestro nivel de radiactividad es inferior al de Japón, nuestra corrupción inferior a la de Turquía y el dopaje no tendría que ser un tema a combatir sino a reivindicar, Madrid se ha quedado sin Juegos Olímpicos y, si ese era nuestro trampolín para brincar fuera de la crisis, pues habrá que buscar otro y santas pascuas. Ganar la adjudicación no me hubiera enfervorizado y ronco a pierna suelta perdiéndola.
Eso sí, le estoy muy agradecido a nuestra alcaldesa. Por su discurso final en Buenos Aires, qué duda cabe. Hay dos motivos básicos. El primero es que me ha dado un baño de realidad, me ha puesto los pies en el suelo y eso siempre es de agradecer. Ahora tengo una percepción clara de mi nivel de inglés. Mi inglés es el peor de España, porque es peor que el suyo y, a juzgar por los comentarios de la gente, todos los españoles hablan inglés mejor que ella. Lejos de deprimirme, este varapalo me da ánimos para redoblar mis esfuerzos en el aprendizaje de idiomas para, como mínimo, auparme hasta la cota que ostentan mis compatriotas.
El segundo —y más importante— radica en mi sentido del espectáculo, que a menudo me pierde logrando eclipsar otras cuestiones. Nuestra alcaldesa hizo el otro día una demostración histórica, ante una audiencia planetaria, de aquello en lo que, reconozcámoslo de una vez por todas, somos los mejores. No hace mucho oí decir al gran Jess Franco en un pequeño vídeo documental que éste era un país que siempre estaba a un paso del surrealismo. El hombre iba bien encaminado, aunque se quedaba un poco corto. Esos minutos de alocución de la alcaldesa no tienen precio en los anales del arte surrealista, tanto en forma como en fondo. Causar la perplejidad de tantos millones de personas en cinco escasos minutos es algo a lo que yo aspiro con toda mi alma y que difícilmente podré lograr jamás. Sólo puedo sentir admiración y expresar obligado reconocimiento.
A mí el COI me da miedo. Ver a esos sujetos ahí, siempre tan circunspectos, reuniéndose en grandes pabellones presididos por los anillos olímpicos y paseándose con cara agria por las ciudades del mundo, con todos los gastos pagados, juzgándonos a todos según ese extraño criterio tan perspicaz con el hormigón y tan indiferente ante el internamiento de niños en fábricas de superatletas de élite, me resulta grotesco y decididamente siniestro. Me dan escalofríos solo de pensar en ellos. Yo no quiero quedar bien ante esos señores. No quiero nada de ellos y mucho menos su bendición. Mi rechazo no se centra tanto en que nos concedan o no una sede olímpica, sino en el hecho previo de presentar una candidatura. Creo que una sociedad con un mínimo sentido de la dignidad y de la autoestima no debería jamás someterse al examen de esos sujetos.
Por eso la intervención de nuestra alcaldesa me parece una obra maestra, un hito en nuestra historia, que no política, sino cultural, tanto en sentido amplio como en restringido. Una gran conquista artística que aplaudo con entusiasmo. Me da igual que surja de la torpeza o de la genialidad, lo que cuenta es el resultado. El espectáculo de ver a una señora —cuando obviamente todo el pescado está vendido y, no nos engañemos, da exactamente igual lo que diga y en qué idioma lo diga— hablando de tomar un relaxing cup of café con leche in Plaza Mayor, con este tempo, esa entonación, ese idioma imperial —¡No, aún mejor: simultáneamente en esos dos idiomas imperiales!—, en las mismas narices de esa espeluznante curia de hombres poderosos. Lástima que André Bretón no viva para haber presenciado esto. ¡Viva España! Puestos a buscar peros, lo único que lamento es que no se haya apretado aún más la tuerca cambiando ese café con leche por lo que leí ayer en un chiste que corría por Facebook, a relaxing mamada for only tuenti euros in La Casa de Campo. Aunque, bien pensado, a los señores del COI el precio les da igual y, como todo el mundo sabe, nunca van de putas.
¿No?…